25 de agosto de 2013

TERROR CAN

por René J. Coayla

No quiero empezar esta historia, lo admito. Pero últimamente he visto cosas demasiado impresionantes, situaciones muy increíbles. Algunas tanto —y en tan extrañas circunstancias— que están siendo consideradas por muchos como meras historias ficticias. A quienes creía mis propias amistades, incluso, he sorprendido diciendo que mis visiones son y han sido siempre producto de una imaginación desconsiderada. 

Por eso —me cuesta decirlo— hasta he llegado a rectificar falsamente hechos verdaderos con tal de que me dejen tranquilo y cesen las constantes muestras de desprecio e incredulidad a las que me han sometido. Si ellos hubieran visto lo que yo, es seguro que no podría afirmar lo que ahora piensan, pues conocerían la terrible sensación que sólo sienten aquellos que han sido presas del terror inusitado.

Pero aún así, ni las burlas, ni la incredulidad, ni la vejadez de nadie impedirán que prosiga. Déjenme, que yo mismo no sé si obtendré al exponer este relato la condena de un eterno estado de locura, o más bien la tranquilidad de mi pobre y aún confundida alma.

Tuve yo — ¿tuve de verdad?— un perro, un hermoso ejemplar de mediana estatura que encontré en extrañas circunstancias. Aún recuerdo la primera vez que lo vi. Fue cuando llegaba del trabajo, muy entrada la noche; él estaba sentado frente a mi casa, mirándola como si esperase algo. Me extrañó en un primer momento que un animal como ése mantuviera tan extraña posición, pero estos pensamientos se difuminaron cuando me percaté de su peculiar belleza. Describirlo será muy fácil, pues no había nada malo en su aspecto, todo lo contrario, era muy hermoso; de pelo liso, brillante y sedoso, blanco como la nieve, una sola mancha café cubría parte de su rostro. Para mí, al menos, en ese momento el animal sólo denotaba una completa inocencia.

No me culparán entonces por haberlo dejado entrar a mi casa. Ademas, para ser sincero, creo que tampoco hubiera podido evitarlo: él actuó resueltamente, poniéndose de pié apenas saqué las llaves cruzó la pista rápidamente en el momento que yo abría la puerta, anticipóse con la más asombrosa naturalidad a mi paso, y entró a mi casa antes que yo, cual si fuese el dueño de la misma.
Una vez adentro los dos, lo primero que hize fue darle agua, la cual el perro bebió completamente. Luego —sin pensar siquiera si tendría dueño— intenté ponerle un nombre. Pero no me convencí por ninguno. Así que lo dejé en el patio sin más, y me adentré a mi habitación. Es preciso aclarar que vivo en un quinto piso, en una casa inmensa, posiblemente la más grande de la calle. En cada piso hay por lo menos dos departamentos, por tanto, imaginarán lo amplio del último piso y la enorme terraza que me sirve de patio, al fondo del cual está la única habitación que hay en el techo, la mía.
Estuve debatiendo entre dejarlo afuera o permitirle entrar unos minutos, hasta que me decidí por hacerlo pasar sólo por esa noche. En breve me di cuenta que era, por demás, el más educado animal que había visto de entre muchos que llegué a conocer. No hacía bulla, ni mordía las cosas. No ladraba ni lloraba, ni siquiera saltaba para que le hiciera cariños, como es natural en los perros. Sólo permaneció quieto a los pies de mi cama hasta que simplemente me dormí, luego de una breve lectura y un poco de música, cansado como siempre.

Es aquí donde debo dar un giro total a esta historia, en la que hasta ahora no parece haberse entablado más que una simple amistad entre hombre y perro. Pero no fue así. Al caer la noche, como mencioné, dormí plácidamente algunas horas, pero ya más entrada la madrugada, algo me despertó. Abrí los ojos con cansancio, lo que no me dejaba dormir era que sentía un frío fuerte y repentino. Sin salir de la sonmolencia, vislumbré a duras penas algo sumamente extraño y por demás curioso: la puerta de mi habitación estaba abierta. Al instante desperté completamente, en mi mente la sorpresa cayó como agua fría. Me levanté y de dos pasos me acerqué a la puerta, y vi entonces lo primero que causó mi espanto, y lo que significó el comienzo de una tortura sin igual.

En la oscuridad de la terraza, a unos treinta metros de mí, una figura clara se apoyaba, de pie, en el balcón. Era pequeña, y hasta hubiese pensado que era un niño si no hubiese sido tan tarde. Pero desde donde me encontraba no podia ver más que aquella figura blanca apoyada de pie en la oscuridad. Sólo en ese momento recordé que yo no estaba sólo, recordé al perro, retrocedí para buscarlo en el lugar que lo dejé pero no estaba, miré debajo de la cama y no había nada. Volví entonces al umbral y ví de nuevo, la figura seguía ahí, apoyada en el balcón.
Imaginarán que fue una completa —y compleja— confusión para mí. Primero el hecho de la puerta abierta. ¿Es probable que alguien la haya abierto desde afuera? Pero, ¿quién?, si vivo sólo en este último piso del edificio y aunque aún así alguien haya subido a estas horas de la madrugada jamás se atreverian a abrir así mi puerta. Yo jamás podría haberlo hecho. Estaba dormido. Con esto quiero explicar el porqué yo pensé lo que sigue: sólo quedaba mi nuevo inquilino. Pero... ¿no es lo más absurdo eso? ¿Cómo un perro podría abrir la puerta? Y sin embargo, ahí estaba. Aquella figura blanca en la oscuridad de la noche sólo podía ser el perro.
No lo pensé dos veces y me acerqué, aunque lentamente, el frío era más fuerte afuera, un viento helado poco común alteraba el clima y yo estaba casi desnudo, con short. A pesar de que mi vista estaba fija en aquella imagen blanca, de pie, en medio de la oscuridad, algo me hizo desviar prontamente la mirada: una fuerte luz que iluminó en un instante el cielo, por un par de segundos, y que se desvaneció tan pronto como apareció, dejando en mis sentidos un calor estremecedor. El frío desapareció. Volví entonces a dirigirme hacia mi original objetivo, grande fue mi sorpresa entonces: había desaparecido. Apresuré el paso y lo busqué con la mirada, me adentré un poco más en la oscuridad, y un instante después el perro salió de entre las sombras, y me miró fijamente. Estaba en cuatro patas, pero no dudé en ningún momento de que él era aquella figura que vi desde la habitación. A excepción de su mirada, todo era muy normal en él, ya que de sus ojos brotaba un brillo sin igual, lo cual fue suficiente para helarme la piel.
Regresé prontamente al cuarto, y me dormí. Asombrado por estos últimos sucesos, no quise ver siquiera al perro, sólo pensaba que a la mañana siguiente se iría y podría olvidar lo sucedido.

Muy temprano, ya de día, decidí no hacer mucho embeleco y le dije simplemente «vamos». Tal como sospeché por un instante, me entendió y salió junto conmigo. Pero yo a mi trabajo y él a la calle nuevamente. Al fin pude respirar tranquilo. Me hice la idea de que nada había pasado la noche anterior, y proseguí mi vida con normalidad.
Pasó el día entero. No volví a pensar en el asunto, tenía muchas cosas que hacer en el trabajo, y además quería ir a hacer algunos encargos. El tiempo pasó lentamente, y regresé a casa tarde, como a las once. Hay personas que a este punto hayan desconfiado de mis palabras, pues he aquí algo que sin duda nadie podrá creer.

No bien hube doblado la esquina de mi calle, cuando reconocí, cual si el tiempo hubiese dado vuelta atrás en vez de hacia adelante, al misterioso perro, sentado firmemente, con las patas delanteras apoyadas contra la vereda de enfrente de mi casa, observándola con atención. Y cuando estuve cerca, el perro volteó la cabeza y me miró directamente a mí.

Me acuesto, la fiebre me hace tambalear. Quiero olvidar, pero ya no puedo. A diferencia de anoche, ahora jamás podría olvidar lo sucedido.

El perro entró de nuevo a mi casa sin que pudiera hacer nada para impedirlo. Lo intenté, pero al abrir la puerta de la calle un dolor profundo en la sien me distrajo y me llevé las manos a la cabeza. Antes de que me enterara el perro ya había entrado y subía las gradas en dirección a mi quinto piso.
Nadie puede imaginar el terror del que fui presa toda la noche en mi habitación. Esta vez me aseguré de dejar al perro afuera, en el patio. Pero debo admitir que no hubo cinco minutos de tranquilidad por varias horas, me levanté en más de diez ocasiones para asegurarme que en la puerta estuviera puesto el cerrojo, hasta que finalmente, cansado, caí dormido nuevamente.

En la madrugada, sucedió lo que ha sido motivo de las burlas más agudas por parte de mis amistades y lo que marcó en mi vida el más absoluto rencor por las cosas increíbles que tiene la humanidad, así como el miedo más atroz hacia el cielo raso y a las noches sin luna, oscuras y heladas. Un frío repentino que sentí a las tres de la mañana interrumpió mi descanso nuevamente. Pero apenas abrí los ojos una luz fortísima me alumbró directamente a la cara, cegándome la vista que recién despertaba del asombro. Comprobé con pavor que aquella fuerte luz provenía de adentro del cuarto, en medio de mi propia habitación. En pocos segundos pude reconocer que en realidad no era un luz la que me alumbraba, eran dos.

¡Eran sus ojos! Sus enormes y terribles ojos amarillos mirándome fijamente en medio de la oscuridad, como dos linternas apuntándome y congelando mis movimientos. Un dolor innarrable me apretó en las sienes. Intenté moverme pero me resultó imposible, quedé absorto frente al perro blanco, cuyos ojos estaban enormes, y que alzado en dos patas parecía no un animal, sino un ser de algún otro terrorífico mundo. De sus ojos normales no había rastro, pues eran ahora inmensos y alumbraban una fuerte luz hacia mi directamente. Lo vi acercarse más y más. Y de repente sentí un dolor agudo en el pecho. Con terror intenté agachar la cabeza y con esfuerzo lo logré, miré y vi en mi pecho una de sus patas, con extraños dedos que parecían agarrar una aguja inmensa que acababa de atravesarme justo en donde debe quedar el corazón.
Lentamente, extrajo la aguja de mi cuerpo como quien retira una inyección letal luego de haber sido aplicada. Y acto seguido se dio vuelta atrás. Recién ahí pude notar que la puerta estaba abierta, pero eso ya no era lo que me asombraba, sino todo lo que había sucedido.
Mi cuerpo seguía paralizado, no por el asombro, sino por una fuerza extraña que aún me forzaba y se difuminaba lentamente a medida que el extraño ser se alejaba caminando.

Cuando recobré la fuerza de mi cuerpo, salí corriendo al patio. Fue inútil, ya no había nada. Miré al cielo y vi la misma luz extraña de la noche anterior. Alejábase lentamente. Con ella, se iba también toda mi cordura.

Agosto, 2013

1 comentario:

  1. uhmm interesante ... gran talento moqueguano :) ! UN POCO MAS DE ORDEN AL ESCRIBIR ! :)

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