28 de agosto de 2013

SIEMPRE RICOS

por "La Tua Mamma"

Hemos sido siempre ricos
sin saber lo que es riqueza
pues buscaste en los bolsillos
lo que está en nuestras cabezas.

Oro, plata, cobre y plomo
es lo que enriquece a un pobre tonto.
Amor, bondad y un poco de maldad
hacen rico a un simple mortal.

Hemos sido siempre ricos
sin saber lo que es riqueza,
esas noches entre amigos
con un poco de cerveza.

Momentos de oro que no brillan
pero que hacen llorar los ojos
momentos tristes pero ciertos
que se viven cuando entiendo...

...que por más tonto que sea
seguiré haciendo el intento,
pues seguimos siendo ricos,
aún siendo casi polvo.

Sin monedas los bolsillos
pero lleno el pensamiento.
Hemos sido siempre ricos
sé que sientes lo que siento.

Agosto, 2013

27 de agosto de 2013

PENDEJO MOQUEGUANO

por "La Tua Mamma"

Por fin he despertado,
y sólo hay potros a mi lado,
pero, ¿si este no es un bosque?
¿qué hago entonces enterrado?
sucio, hambriento, ensangrentado.

Cuéntame, ¿qué me ha pasado?
Yo recuerdo haber tomado
y no me siento tan mareado,
creo que he sido timado
por dos putas ¡la he cagado!

Juro por Dios, aunque sea en vano,
soy ateo y soy humano,
no volver a probar trago,
hasta el próximo verano,
no te rías, sólo extiéndeme la mano.

Llévame a algún bar cercano
y brindemos por mi suerte,
que aunque mala, no me quejo,
nadie le quita lo bailado,
a un pendejo Moqueguano.

Agosto, 2013

WHATSAPP

por René J. Coayla

Déjame conocerte
Quiero empezar a hablarte
Y prometerte

Cosas que nunca haré
Porque no podré,
Pero que, quisiera…

Ay, si algún día yo te viera…

Te diría
Las mismas cosas de ahora
Pero ya no en la lejanía

Sino en toda la belleza
De tu cara siempre fría
Hay cómo la calentaría…

Me has mandado una foto hoy
Maldita sea ahora la veo
Y ya no sé quién diablos soy

Si el mismo arrebatado
Que el amor nunca ha buscado
O soy otro, simplemente…

Ay, que demente, yo quiero ser tu delincuente!

Y ahora despierto,
Y no es un sueño, todo es cierto
Te conocí, pero no entiendo.

Cómo es posible encariñarse
Con una chica que no existe
Mas que sólo por whatsapp

Hay…
Hay mucha vida por hablar…
Aunque sea sólo por el wa…

Y aunque tú me des muy poco
Yo te daré todos mis megas…
Solo regálame otra foto

Y me verás este fin
Si sigo vivo, este fin…
O quién sabe, tal vez otro…

Para mayo… junio, julio, agosto, septiembre y todos los meses de puto año!... X )

MUERTE

por René J. Coayla

                Al fin de la batalla, y muerto el combatiente, vino hasta él un hombre.

Era el final de una pelea, lo recuerdo bien. Me senté en el sofá de puro cansancio. Eché a un lado la ropa que había en él y luego enchufé y prendí mi laptop (la pobre no funciona sin cable: se quemó la batería hace mucho). Ella acababa de salir violentamente. Estuvo hecha una fiera, cuando llegué me saludó mal, hice lo que pude para no cometer ningún error, pero fue inútil. Cinco minutos antes, me estuvo llamando y no contesté el celular. Fue en tres ocasiones.

De repente, me puse a pensar. ¿Por qué se ofusca tan rápidamente, miente con descaro y yo siento casi siempre que se está burlando de mí?

Sé que en la vida todo es relativo, y que mis suposiciones son en realidad debidas a mi propia percepción acerca de ellas. Pero he tratado de analizar las cosas. Y al final me he dado cuenta que soy el único cuerdo y a la vez el inculpado. Típico, al menos yo, siempre he sido culpado de todo.

Y eso porque de chico era el más travieso de mi clase —por no decir del colegio entero—, pero también el más (no creo que deba decir inteligente, sería mentira) aplicado: era el primer puesto de la clase. Me culpaban de todo, aludiendo a una fama malamente ganada durante los constantes laberintos y trampas que demostraba durante mis aventuras y travesías en el colegio. Me culparon de muchas cosas horrendas que en realidad yo no hice. Y esta vez me volvían a culpar en mi propia casa y mi propia novia. De algo que no sólo no hice, sino que ni siquiera sé de qué se trata.

Ella seguía afuera, en el patio. Seguramente con frío y enojada, dispuesta a quedarse horas hasta que yo decida ir a buscarla, encontrarla encerrada en el baño dormitando como una avecilla inocente, y ceder ante el aburrimiento de no poder contra su ignorancia y entonces tener que decirle perdón, es mi culpa.
En ese momento, yo me encontraba sentado en el sillón, con la laptop apoyada en un extremo del sofá. Por mi ventana —que es amplia y toda de vidrio oscuro— podía verse la luz de la luna iluminar los techos de las demás casas a lo lejos. Fue en ese mismo instante que la vi.

Es decir, que vi lo que vi, porque después nadie me creyó y hasta hoy estoy encerrado y a nadie le interesa descubrir la verdad.

Lo que vi fue a ella, traslúcida en la ventana, por fuera, como flotando en el aire. Nuestra habitación está en un cuarto piso. Así que fue imposible que la viera, pero la vi. Y no sólo eso: me habló. Con su tono déspota y malhumorado me dijo:

 —    ¿Ves? Por tu culpa, ahora ya no siento nada.

Me impresioné tanto con esa frase como por la aparición tan increíblemente extraña. Me puse de pie de un salto y salí de la habitación. Afuera sólo había mucho frío, pero ni rastros de ella. Era extraño, en el baño no estaba. Y siempre que sale a llorar, se va al baño de damas.

Y entonces escuché voces, gritos, autos. Me asomé al balcón y vi hacia abajo. Desde ese momento, ya nada me importaba.


Agosto, 2013.

25 de agosto de 2013

SABIO SOÑADOR

por "La tua mamma"


Ese dejo de extranjero,
se hacía notar primero,
cuando empezaba sus cuentos con ese "tufo ronero",
fue en diciembre o en enero que dejé de oír su voz.

Nadie supo desde entonces,
que aquel viejo "cuenta cuentos"
que más que narrar historias, sólo hablaba de lo cierto,
del por qué las rosas rojas o los molinos y el viento.

Fueron quizás las noche locas,
llenas de coca y alcohol,
fue tal vez la poca ropa que abrigaba al viejo Tom,
que aunque viejo siempre sabio, y un viajero soñador.

Agosto, 2013

TERROR CAN

por René J. Coayla

No quiero empezar esta historia, lo admito. Pero últimamente he visto cosas demasiado impresionantes, situaciones muy increíbles. Algunas tanto —y en tan extrañas circunstancias— que están siendo consideradas por muchos como meras historias ficticias. A quienes creía mis propias amistades, incluso, he sorprendido diciendo que mis visiones son y han sido siempre producto de una imaginación desconsiderada. 

Por eso —me cuesta decirlo— hasta he llegado a rectificar falsamente hechos verdaderos con tal de que me dejen tranquilo y cesen las constantes muestras de desprecio e incredulidad a las que me han sometido. Si ellos hubieran visto lo que yo, es seguro que no podría afirmar lo que ahora piensan, pues conocerían la terrible sensación que sólo sienten aquellos que han sido presas del terror inusitado.

Pero aún así, ni las burlas, ni la incredulidad, ni la vejadez de nadie impedirán que prosiga. Déjenme, que yo mismo no sé si obtendré al exponer este relato la condena de un eterno estado de locura, o más bien la tranquilidad de mi pobre y aún confundida alma.

Tuve yo — ¿tuve de verdad?— un perro, un hermoso ejemplar de mediana estatura que encontré en extrañas circunstancias. Aún recuerdo la primera vez que lo vi. Fue cuando llegaba del trabajo, muy entrada la noche; él estaba sentado frente a mi casa, mirándola como si esperase algo. Me extrañó en un primer momento que un animal como ése mantuviera tan extraña posición, pero estos pensamientos se difuminaron cuando me percaté de su peculiar belleza. Describirlo será muy fácil, pues no había nada malo en su aspecto, todo lo contrario, era muy hermoso; de pelo liso, brillante y sedoso, blanco como la nieve, una sola mancha café cubría parte de su rostro. Para mí, al menos, en ese momento el animal sólo denotaba una completa inocencia.

No me culparán entonces por haberlo dejado entrar a mi casa. Ademas, para ser sincero, creo que tampoco hubiera podido evitarlo: él actuó resueltamente, poniéndose de pié apenas saqué las llaves cruzó la pista rápidamente en el momento que yo abría la puerta, anticipóse con la más asombrosa naturalidad a mi paso, y entró a mi casa antes que yo, cual si fuese el dueño de la misma.
Una vez adentro los dos, lo primero que hize fue darle agua, la cual el perro bebió completamente. Luego —sin pensar siquiera si tendría dueño— intenté ponerle un nombre. Pero no me convencí por ninguno. Así que lo dejé en el patio sin más, y me adentré a mi habitación. Es preciso aclarar que vivo en un quinto piso, en una casa inmensa, posiblemente la más grande de la calle. En cada piso hay por lo menos dos departamentos, por tanto, imaginarán lo amplio del último piso y la enorme terraza que me sirve de patio, al fondo del cual está la única habitación que hay en el techo, la mía.
Estuve debatiendo entre dejarlo afuera o permitirle entrar unos minutos, hasta que me decidí por hacerlo pasar sólo por esa noche. En breve me di cuenta que era, por demás, el más educado animal que había visto de entre muchos que llegué a conocer. No hacía bulla, ni mordía las cosas. No ladraba ni lloraba, ni siquiera saltaba para que le hiciera cariños, como es natural en los perros. Sólo permaneció quieto a los pies de mi cama hasta que simplemente me dormí, luego de una breve lectura y un poco de música, cansado como siempre.

Es aquí donde debo dar un giro total a esta historia, en la que hasta ahora no parece haberse entablado más que una simple amistad entre hombre y perro. Pero no fue así. Al caer la noche, como mencioné, dormí plácidamente algunas horas, pero ya más entrada la madrugada, algo me despertó. Abrí los ojos con cansancio, lo que no me dejaba dormir era que sentía un frío fuerte y repentino. Sin salir de la sonmolencia, vislumbré a duras penas algo sumamente extraño y por demás curioso: la puerta de mi habitación estaba abierta. Al instante desperté completamente, en mi mente la sorpresa cayó como agua fría. Me levanté y de dos pasos me acerqué a la puerta, y vi entonces lo primero que causó mi espanto, y lo que significó el comienzo de una tortura sin igual.

En la oscuridad de la terraza, a unos treinta metros de mí, una figura clara se apoyaba, de pie, en el balcón. Era pequeña, y hasta hubiese pensado que era un niño si no hubiese sido tan tarde. Pero desde donde me encontraba no podia ver más que aquella figura blanca apoyada de pie en la oscuridad. Sólo en ese momento recordé que yo no estaba sólo, recordé al perro, retrocedí para buscarlo en el lugar que lo dejé pero no estaba, miré debajo de la cama y no había nada. Volví entonces al umbral y ví de nuevo, la figura seguía ahí, apoyada en el balcón.
Imaginarán que fue una completa —y compleja— confusión para mí. Primero el hecho de la puerta abierta. ¿Es probable que alguien la haya abierto desde afuera? Pero, ¿quién?, si vivo sólo en este último piso del edificio y aunque aún así alguien haya subido a estas horas de la madrugada jamás se atreverian a abrir así mi puerta. Yo jamás podría haberlo hecho. Estaba dormido. Con esto quiero explicar el porqué yo pensé lo que sigue: sólo quedaba mi nuevo inquilino. Pero... ¿no es lo más absurdo eso? ¿Cómo un perro podría abrir la puerta? Y sin embargo, ahí estaba. Aquella figura blanca en la oscuridad de la noche sólo podía ser el perro.
No lo pensé dos veces y me acerqué, aunque lentamente, el frío era más fuerte afuera, un viento helado poco común alteraba el clima y yo estaba casi desnudo, con short. A pesar de que mi vista estaba fija en aquella imagen blanca, de pie, en medio de la oscuridad, algo me hizo desviar prontamente la mirada: una fuerte luz que iluminó en un instante el cielo, por un par de segundos, y que se desvaneció tan pronto como apareció, dejando en mis sentidos un calor estremecedor. El frío desapareció. Volví entonces a dirigirme hacia mi original objetivo, grande fue mi sorpresa entonces: había desaparecido. Apresuré el paso y lo busqué con la mirada, me adentré un poco más en la oscuridad, y un instante después el perro salió de entre las sombras, y me miró fijamente. Estaba en cuatro patas, pero no dudé en ningún momento de que él era aquella figura que vi desde la habitación. A excepción de su mirada, todo era muy normal en él, ya que de sus ojos brotaba un brillo sin igual, lo cual fue suficiente para helarme la piel.
Regresé prontamente al cuarto, y me dormí. Asombrado por estos últimos sucesos, no quise ver siquiera al perro, sólo pensaba que a la mañana siguiente se iría y podría olvidar lo sucedido.

Muy temprano, ya de día, decidí no hacer mucho embeleco y le dije simplemente «vamos». Tal como sospeché por un instante, me entendió y salió junto conmigo. Pero yo a mi trabajo y él a la calle nuevamente. Al fin pude respirar tranquilo. Me hice la idea de que nada había pasado la noche anterior, y proseguí mi vida con normalidad.
Pasó el día entero. No volví a pensar en el asunto, tenía muchas cosas que hacer en el trabajo, y además quería ir a hacer algunos encargos. El tiempo pasó lentamente, y regresé a casa tarde, como a las once. Hay personas que a este punto hayan desconfiado de mis palabras, pues he aquí algo que sin duda nadie podrá creer.

No bien hube doblado la esquina de mi calle, cuando reconocí, cual si el tiempo hubiese dado vuelta atrás en vez de hacia adelante, al misterioso perro, sentado firmemente, con las patas delanteras apoyadas contra la vereda de enfrente de mi casa, observándola con atención. Y cuando estuve cerca, el perro volteó la cabeza y me miró directamente a mí.

Me acuesto, la fiebre me hace tambalear. Quiero olvidar, pero ya no puedo. A diferencia de anoche, ahora jamás podría olvidar lo sucedido.

El perro entró de nuevo a mi casa sin que pudiera hacer nada para impedirlo. Lo intenté, pero al abrir la puerta de la calle un dolor profundo en la sien me distrajo y me llevé las manos a la cabeza. Antes de que me enterara el perro ya había entrado y subía las gradas en dirección a mi quinto piso.
Nadie puede imaginar el terror del que fui presa toda la noche en mi habitación. Esta vez me aseguré de dejar al perro afuera, en el patio. Pero debo admitir que no hubo cinco minutos de tranquilidad por varias horas, me levanté en más de diez ocasiones para asegurarme que en la puerta estuviera puesto el cerrojo, hasta que finalmente, cansado, caí dormido nuevamente.

En la madrugada, sucedió lo que ha sido motivo de las burlas más agudas por parte de mis amistades y lo que marcó en mi vida el más absoluto rencor por las cosas increíbles que tiene la humanidad, así como el miedo más atroz hacia el cielo raso y a las noches sin luna, oscuras y heladas. Un frío repentino que sentí a las tres de la mañana interrumpió mi descanso nuevamente. Pero apenas abrí los ojos una luz fortísima me alumbró directamente a la cara, cegándome la vista que recién despertaba del asombro. Comprobé con pavor que aquella fuerte luz provenía de adentro del cuarto, en medio de mi propia habitación. En pocos segundos pude reconocer que en realidad no era un luz la que me alumbraba, eran dos.

¡Eran sus ojos! Sus enormes y terribles ojos amarillos mirándome fijamente en medio de la oscuridad, como dos linternas apuntándome y congelando mis movimientos. Un dolor innarrable me apretó en las sienes. Intenté moverme pero me resultó imposible, quedé absorto frente al perro blanco, cuyos ojos estaban enormes, y que alzado en dos patas parecía no un animal, sino un ser de algún otro terrorífico mundo. De sus ojos normales no había rastro, pues eran ahora inmensos y alumbraban una fuerte luz hacia mi directamente. Lo vi acercarse más y más. Y de repente sentí un dolor agudo en el pecho. Con terror intenté agachar la cabeza y con esfuerzo lo logré, miré y vi en mi pecho una de sus patas, con extraños dedos que parecían agarrar una aguja inmensa que acababa de atravesarme justo en donde debe quedar el corazón.
Lentamente, extrajo la aguja de mi cuerpo como quien retira una inyección letal luego de haber sido aplicada. Y acto seguido se dio vuelta atrás. Recién ahí pude notar que la puerta estaba abierta, pero eso ya no era lo que me asombraba, sino todo lo que había sucedido.
Mi cuerpo seguía paralizado, no por el asombro, sino por una fuerza extraña que aún me forzaba y se difuminaba lentamente a medida que el extraño ser se alejaba caminando.

Cuando recobré la fuerza de mi cuerpo, salí corriendo al patio. Fue inútil, ya no había nada. Miré al cielo y vi la misma luz extraña de la noche anterior. Alejábase lentamente. Con ella, se iba también toda mi cordura.

Agosto, 2013

AUSENTE

por Joel Benites Díaz

Cerró los ojos y el sol resplandeciente, amarillo, bendecido por la naturaleza que, si tuviera voz, le reclamaría al hombre se acuerde de ella, esa luz traspasando los límites de las zonas más recónditas del planeta. Todo cambió para siempre, la sociedad profiere gritos estridentes e ininteligibles. Quedó dormido en un lugar ignoto. Sus padres permanecen  angustiados sin obtener respuestas sobre su paradero. Las horas, los días, transcurren rápidamente. Doménica observa con tristeza la silla favorita de Roberto. Las lágrimas caen bajo cielo tempestuoso que cambia de color por el  clima. Un ligero movimiento puede alterar el futuro de una persona y es necesario saber la senda adecuada. La vida es corta y hay que aprovecharla al máximo. Doménica debe mirar hacia adelante, sólo quiere a Roberto de vuelta. Coloca afiches del desaparecido en las paredes, pregunta a cada individuo desesperada como si le saliese el corazón por la boca, sudando la gota gorda. Ella sabe que "todo esfuerzo requiere un sacrificio" y hará hasta lo imposible para cumplir su objetivo. Doménica tiene una gran cualidad: "Escribir". Habla de Filosofía todo el día. Música, Narrativa, Ética. Son tonterías. Doménica es autodidacta en la práctica, su mejor escuela es la naturaleza. Aprender de ella es vital. El padre es muy exigente, quiere que su hija sea la mejor de la clase. La camisa blanca, rota, sucia al llegar del colegio. Pasa las hojas del diario de su ausente hermano y el contenido del texto escrito la cautiva e impulsa a seguir luchando por recuperarlo. En ese instante la soledad se apodera de su alma, pronto el día se convertirá en noche y las luces que alumbran su camino están a punto de apagarse. La Avenida Perú yace invadida de desconciertos. Una llama imaginaria se enciende al frente suyo: "no te rindas, estás siguiendo el camino correcto.". Si no fuera por aquella señal quién sabe dónde estaría ahora. Los golpes de la vida la hacen más fuerte, esas caídas colocándonos en un hueco hondo que parece no tener salida nos enseñan a luchar contra lo que los mediocres llaman "imposible". Doménica repudia esa palabra. Cruza ríos, atraviesa fronteras inimaginables. Su hermano la necesita, y ella a él. Desde el fondo de su corazón pide a gritos que el destino los una de nuevo, aunque para algunos este no exista. Saca de su mochila un diario y escribe cada experiencia como si fuese el último día de su vida, eso hace dosfogar la ira que tiene contra la ignorancia, el conformismo y la mediocridad, utilizando un arma invencible: "La sabiduría." Recoge su cabello negro, amarrándolo para continuar la permanente batalla que ha decidido emprender desde hace tiempo, pero que, invadida por el miedo tardó mucho en decidir. Tomar decisiones se convierte, tarde o temprano, en una encrucijada que sólo la podemos resolver con ayuda del conocimiento. Y la esperanza de libertad se diluye en un vaso lleno de desilusión que nos consume si no sabemos utilizar la razón.

Agosto, 2013

LA MISTERIOSA DESAPARICION DE GUILLERMO HURIZAR

por Gustavo Pino Espinoza


La casa seguía igual. Sus cactus de más de dos metros, el pasto crecido, las paredes descascaradas y su puerta roída por la humedad inclemente. “Todo esto es fantasmagórico, cuándo le darán algunos retoques” pensaba Gustavo. Al abrir la puerta, en la pequeña sala, encontró a la arrendadora de aquellas ratoneras, que hacía llamar cuarto. Ella volteó al escuchar el crujir de la puerta y lo insultó con la mirada por interrumpir aquella tarde de lectura en la que consumía casi una cajetilla de cigarrillos Pall Mall. ¿Cómo está, Señora Manuela? ¿Cómo carajos crees que voy a estar?, si siempre que vienes me jodes mis lecturas. Él esbozó una pequeña sonrisa bobalicona. Luego de un pequeño silencio, mientras que la señora fumaba haciendo argollas  en el aire totalmente nebuloso, le preguntó: ¿estará Guille?, la señora tratando de hacerse espacio con las manos, entre la humareda para poder verlo, ya con un tono afable le dijo, no lo he visto desde hace tres días, pensaba que estaba contigo, y ahora que tú preguntas por él, todo se me ha revuelto en la cabeza. Se miraron como tratando de descifrarse, preguntándose, ¿qué había pasado con Guillermo?, ¿dónde podía haberse metido…?
¡Toma! –  Alzándole un cigarrillo – te hará bien estás muy preocupado muchacho; ese pillo de Guille, debe estar bien.
Ya con el cigarro en la boca, se dirigió al segundo piso donde quedaba el cuarto de Guille, siempre venía  con el duplicado de la llave que le había dado su amigo, para que una vez terminado un libro, sacara otro. La primera vez que entró a la casa, la vieja Manuela casi le parte la escoba en la cabeza, si no fuera por Guillermo que bajó, hubiera logrado su cometido.
Ya en el cuarto, apagó el cigarrillo en el cenicero que estaba encima de varios libros puestos en la mesa de noche. El cuarto estaba tan igual como la primera vez que lo vio, (luego de conocerse en una librería, cuando él refunfuñaba por no encontrar ningún libro que llamara su atención, Guille se acercó y le dijo que podía mostrarle libros que nunca encontraría en esta librería), la cama desordenada, libros tirados por todas partes, una taza con residuos de café encima de otra pila de libros; en la esquina superior izquierda, cerca de un pequeño tragaluz, se encontraba el aposento  de su fiel acompañante y peluda de ocho patas, que poco a poco iba ganando territorio con su telaraña. Lo que le llamó la atención, fue un pequeño sobre blanco que estaba en la mitad del cuarto dirigido a Guillermo Urizar; lo levantó, estaba abierto, en la parte trasera se divisaba, con letra muy cuidada, el nombre de Amelia. En ese momento él recordó, que era la chica con la que iba saliendo ya unos meses atrás. Dejó el sobre entre la pila de libros y el cenicero.  Luego de un rato de buscar entre libros vetustos y empolvados, encontró uno, de título raro, digno de un bibliófilo, como lo era Guille.
Al salir, la vieja Manuela ya no leía, miraba el techo con un cigarrillo en la mano, botando un suave hilo de humo que se perdía unos centímetros más arriba; abrió la puerta suavemente tratando de no distraerla, pero el chirriar de las bisagras la hizo voltear,  gritándole, ¡muchacho de mierda, si no me jodes las lecturas, me jodes los recuerdos!; pero inmediatamente surgió una pequeña risa melancólica, que terminó en un, <>; ambos rieron lanzándose miradas divertidas por lo risible de aquellas situaciones, despidiéndose aún con rastros de alegría en sus rostros.
Gustavo no pudo leer el libro tan plácidamente, como otras veces, su mente divagaba en cada momento, preguntándose, ¿dónde podía estar metido Guillermo? No podía haber viajado a visitar a ningún familiar, ya que el único al que conoció, fue a su  abuelo materno, todos los demás estaban ya bajo tierra  muchísimos años, y su abuelo también hace un año. De pronto se acordó de Amelia; su amigo le había contado de ella, de su hermosura, y de los planes para huir de sus padres ya que era una relación que nunca aceptarían. ¿Habrían huido?, y, ¿por qué no me dijo nada?, preguntas que martillaban su mente, turbándolo al punto de no poder concentrarse en nada más que en su amigo Guille y de tratar de ubicar su paradero.
Al día siguiente se levantó temprano, sin haber podido dormir gran parte de la noche, haciendo conjeturas del paradero de Guillermo, sin llegar a nada concreto al  amanecer. Dejó caer el chorro de agua helada de la regadera, que lo reavivó; se vistió rápidamente, bebiendo a sorbos del café que aún hervía y emanaba ese aroma rehabilitador. Ya recompuesto de la mala noche, se dirigió a la casa de doña Manuela.
Al entrar no había nadie, se sintió aliviado, no estaba de ánimos para  soportar los gritos de la señora, cada vez que abría la puerta que estaba a punto de desarmarse. Subió las gradas sigilosamente, sacó el seguro de la puerta y, al abrirla, vio que la habitación estaba tal y como la había dejado un día anterior. Decidido a averiguar qué había pasado con su amigo, entró y rebuscó en el ropero, todo seguía igual, era imposible que haya huido sin llevarse nada de ropa; aún más desconcertado, se sentó en la cama, y miró hacia donde estaba el sobre blanco, con la disyuntiva si abrirlo o no, al final decidió hacerlo, era ya casi una semana que no se sabía de Guille. Al leer quedó boquiabierto sin poder comprender la última frase, que decía: “Huye Guillermo, no vayas al cuartel”.
¿Qué tenía que ver el cuartel, en todo esto?, ¿por qué lo azuzaba a que huyera?, ¿por qué le expresaba todo su amor, como si fuera la última vez que lo fuera a ver? Gustavo se echó agotado en la cama, sin poder comprender nada de lo que sucedía, tratando de hilvanar todos los datos que iban apareciendo en la búsqueda del paradero de Guille.
Luego de un rato, se acordó de una de sus conversaciones, en la que Guille le había dicho, que esa relación no iba a ser permitida por sus padres, y que por eso tenían que huir. ¿Habrían huido?, y, ¿por qué no dejó ni una nota? Se habían hecho muy buenos amigos para irse de esa manera.
Abrió el cajón de la mesa de noche, encontró su diario, y se dirigió hacia las últimas semanas, empezó a leer; pasmado por descubrir que Amelia estaba embarazada, al instante comprendió que Guillermo había huido con ella y con un hijo en su vientre; ya no había duda, se habían marchado; cerró el diario, no había ni una señal de dónde podrían estar.       
Resignado, se fue de la casa. Guille  no había tenido la suficiente confianza para contarle lo que había estado pasando, él habría podido ayudarlo, ¿acaso no eran amigos? Todavía podría ayudarlo, llevándole su ropa, sus libros, cómo podría vivir sin lo segundo, sin sus amados libros. Tenía que buscar la manera de saber su paradero, estaba convencido de que Guillermo haría lo mismo por él.
Mientras caminaba, se acordó, que Guille le había comentado, sobre un Instituto de Arte, que él conocía, al que Amelia asistía todos los días en las mañanas, a tomar clases de piano. Convencido de que alguna de sus amigas podría saber el paradero de ella y de Guille, se enrumbó hacia el Instituto, estando a tiempo aún de encontrarla en sus clases.
Una vez  en el Instituto, que era una casona, entró y fue interceptado por una señorita bajita y de ojos grandes, que le empezó a explicar de paporreta, las diversas enseñanzas de artes que ofrecía dicha institución; aburrido de escuchar la vocecita chillona, le interrumpió preguntándole, ¿dónde podía encontrar el salón donde se imparten las clases de piano?, ella mirándolo enojada, por cortar su tediosa explicación, le señaló el salón que se encontraba al fondo pasando el atrio; a lo que él respondió con un gracias. Estando a unos pocos metros del salón, se escuchaba una melodía desgarradora, que arrancaba del piano una hermosa joven esbelta, cabello castaño encrespado, de cutis claro y suave, ojos redondos que parecían no brillar más, como un día lo supieron hacer. Era el reflejo vivo de Amelia; su amigo tantas veces la había descrito, que no podía equivocarse. El se acercó hacia la puerta cautelosamente, miró hacia el fondo de la  habitación y no había nadie más, al notar ella su presencia dio un respingo, cortando de golpe la melodía, que lo había envuelto en un mundo donde la vida carecía de color. Sus miradas se entrelazaron, tratando de reconocerse, sin hallar respuesta.
- Ya sé que no me conoces – le dijo él –pero yo, sí creo conocerte, eres Amelia ¿verdad? 
 - Sí – le musitó, con el rostro sorprendido, sin poder pronunciar nada más.
 - Te he reconocido, gracias a las minuciosas descripciones, que sólo una persona enamorada puede dar – la miraba fijamente sin pestañar, observando cada reacción de ella –. Seguramente estás pensando en la misma persona que yo.
 - ¿Guillermo? – lo miró absorta, con el rostro lívido –. ¿Está bien?, ¿le ha ocurrido algo? Ya va a ser una semana que no sé nada de él.
Gustavo la miró sorprendido, no hallaba respuesta, ¿dónde estaría su amigo si no fuera con ella?, ¿habría huido al enterarse del embarazo de Amelia? No podía ser cierto, él la amaba, no la dejaría desamparada con un hijo por nacer.
– La verdad es que tampoco sé el paradero de Guillermo – la miró desencajado –, como tampoco sé si está bien o no. Yo pensé que estarías con él, y que habían huido, por eso vine, para ver si alguna de tus amigas sabría sobre el paradero de ustedes, y ahora veo que sólo estás tú, tan perdida y confundida como lo estoy yo.
Ella se paró, y lo abrazó con todas sus fuerzas, llorando sobre su pecho; él sintió su aroma fresco y embriagador, tratando de imaginar, todos los momentos felices que Guille pasó al lado de esta chica, que ahora se desasía en sollozos por él.
En ese instante, se sobresaltaron al escuchar la voz aguda de una señora regordeta, que usaba anteojos, a punto de caérsele por la punta de la nariz.
- ¡Qué es lo que pasa aquí! – los escudriñaba  de pies a cabeza.
- Nada maestra – respondió Amelia, con la voz tristona –; es un viejo amigo que me ha traído una mala noticia.

Al despedirse de la maestra y librarse de su escrutinio, Gustavo la invito a tomar un café, donde podrían conversar más tranquilamente sobre Guillermo.
Ella pidió unos bocaditos, él sólo café,  y después de degustar unos cuantos, ella sin levantar la mirada que estaba clavada en la mesa, le dijo:
 - Estoy segura, que mi padre le hizo algo a Guillermo. Cuando se enteró de mi embarazo, ya hace una semana, los primeros días se volvió un endemoniado, lanzaba improperios, no comía, me insultaba, gritaba que era una prostituta, hasta le pegó a mi madre por defenderme, nunca lo había visto así, y de repente, al día siguiente de haber abofeteado a mi madre, llegó de lo más normal, con el rostro tranquilo pidiéndonos disculpas.
- Y ¿Por qué crees que le haya podido hacer algo?, si no sabía casi nada de él…
- Te equivocas Gustavo, en realidad él sabía más de lo que tú crees. Seguro Guillermo no te contó la parte esencial de esta historia; él estaba haciendo servicio militar, pero no el que todos hacen, el que se internan por dos años con algunos días de salida al mes, no, él estaba metido en una especie de acuerdo con  mi padre, en el que los dos se beneficiaban, mi padre le daba la plata mensual que debía recibir todo cadete, pero él sólo iba algunos fines de semana a hacer algunos oficios, solicitudes y cosas así, mientras que mi padre ganaba más por tener más cadetes en su compañía, por lo que se ahorraba en la comida y uniformes, para que me entiendas mejor, mi padre manejaba en su compañía treinta cadetes o perros, como les solían decir, de los cuales sólo doce eran los que estaban siempre en la compañía. Y ahí fue donde nos conocimos, era el cumpleaños de mi padre, y fui con mi mamá a darle una sorpresa, y lo vi, era diferente a todos, tenía el cabello más largo de lo que solían usar, era delgado, no llevaba el uniforme,  y todos le guardaban un cierto respecto; hasta mi padre diría yo.  Por eso creo que el día en que mi padre se enteró de todo, lo mandó a matar, en las excursiones a las que sabía ir él a la sierra,  sabía que nadie preguntaría por él.
 - Pero Guille leyó el sobre. Cuando fui a buscarle, lo encontré y estaba abierto.
- Alguien más tuvo que abrirlo, porque él no lo llegó a abrir, si no me hubiera hecho caso, y estaría con él ahora, en algún lugar dónde hubiéramos sido felices.
Después de estas palabras, ella se despidió apresurada, con lágrimas brotando suavemente por sus ojos. Él se quedó convencido, que encontraría a Guille, todo esto era irreal, novelesco, estás cosas no pasan en la vida real.
Amelia al entrar a su habitación, encontró a su madre llorando con una foto entre sus manos, la miró desahuciada, apretaba la foto contra su pecho, tratando de ocultarla, Amelia se sentó a su lado abrazándola; mamá ¿qué te sucede?, ¿te ha vuelto a pegar el animal de mi padre?, no hija, es algo peor, y dejó ver entre sus manos la foto con gotas de sangre seca, era la foto que le había obsequiado a Guillermo; hundiéndose en un sollozo incontrolable, su madre repentinamente la levantó, sacándola de la casa, afuera la esperaba un auto, que las llevaría a la estación de buses, desapareciendo para siempre, de la vida del asesino… el Mayor Gutiérrez.
Luego de una semana, le llegó una carta a Gustavo, diciéndole, que por deseo de Guille, era propietario de todos sus libros; la firmaba Amelia. Pero él sólo pensaba en ¿quién había leído la carta en la que decía que tenía que huir Guille?, sólo se le vino una respuesta a la mente: ¡la vieja Manuela!

EL PLACER DE LEER

por Gustavo Pino Espinoza

Tener un libro en tus manos, ir desprendiendo suavemente y ávidamente el plástico que lo cubre, sentir el olor a hojas recién impresas, tocar sus páginas suaves e ir leyendo una por una, es uno de los grandes privilegios que nos ha dado la literatura y, del cual pocos hoy deciden ser partícipes, pues se entregan a un mundo de lectura, donde la brillantez de una pantalla te va secando la mente y encorvando el dorso, donde aquel olor peculiar de un libro es simplemente inexistente y, el acariciar las palabras de una página se hace  irrealizable.
La globalización ha hecho que hoy llevemos una vida agitada, de un ir y venir sin parar, logrando que tengamos poco tiempo para disfrutar de aquellas lecturas, que despabilaban nuestras mentes e iban llenando un librero de mil y una historia. Es por eso que muchas personas cayeron en el facilismo de no leer más, de no comprar un libro porque lo encontrarían en internet y lo descargarían sin ningún costo ni escrúpulo, que podrían movilizar miles si quisieran y leerlos en su computadora portátil, en el momento y lugar que ellos deseasen. 

Las nuevas generaciones se han privado del gran disfrute de poder leer un libro, de sentir su textura y su aroma embriagador que te transporta a miles de años de historia, de escritores que se entregaron íntegramente a la labor de hacer a las personas más dichosas en un mundo donde las palabras cobran vida y tu mente discurre por historias sin fin.

Agosto, 2013

EL PAN ESTA EN LA MESA

por Jose Carlos Valdivia Vera

El día en el que Rubén Trujillo se hizo responsable.

Miraba sus mejillas sonrosadas, su carita tierna, pensaba en manzanas rojas iluminadas, esos ojitos  con luz en el iris, los labios y su boca de fresa, los cabellos largos que caen y acarician toda su espalda y las puntas que ya casi besan la cintura.

– ¡Hermosa!- piensa él, y espera un momento. La vuelve a acariciar mientras ella no deja de mirar  al gran oso naranja que emite una melodía cada vez que lo aprieta.

-¡Hermosa!-repite convencido. Miles de imágenes se le vienen a la mente como una onda de mar, dejando al rostro ensombrecido.  Imágenes de dicha, imágenes de triunfo, de orgullo, la imagina creciendo a través de los años, la sueña joven, con un diploma en la mano, se alegra, el rostro reacciona y sonríe.

Se inclina hacia un lado y rebusca en uno de sus bolsillos.
Saca una cajetilla de cigarros rubios, toma uno y se lo pone entre los labios, humedece con su lengua el extremo poroso que primero es dulce y luego, insípido. Toma un cerillo y lo raspa en la superficie áspera que colma ahora sus mejillas, producto de una barba naciente.
Protege la llama después de verla expandida y la acerca al cigarrillo. Hace una mueca exagerada de beso apasionado que incluyen las cejas bajas, los ojos semiabiertos y una jeta peninsular. Aspira con lapsos y la llama comienza a dar latigazos a las hebras de tabaco que toman vida y brillan incandescentes.
-En nada ni en nadie se puede confiar mucho- se le antoja decir, y las ondas de sonido se dispersan mucho antes que el humo que las acompañó al salir de la boca.

De pronto se aturde, mira a la niña y comienza a mover los brazos para disolver la nube, derecha a izquierda, arriba y abajo, los pedazos humeantes más densos bailan entre los movimientos corporales del hombre antes de disolverse completamente. Siente el olor del tabaco y reconoce la nicotina con una extrema sensibilidad, se exaspera, y apresurando el paso, abandona el amplio dormitorio, baja las gradas en cuatro saltos  y sale al patio trasero.
Le resulta muy agradable el nuevo ambiente, tranquilo y libre de tensiones, y encuentra el siguiente pitazo sabroso –no quiero que fume- piensa, dice, advierte.  Mira el cigarrillo entre sus dedos y existe solo la mitad, levanta la cabeza y dirige la expulsión del humo condensado  hacia el frente; aparece por un instante una creciente varilla ploma que se dispersa lentamente en el calor.
Mira al frente y se percata de algo o alguien, rápidamente hace un gesto diplomático a una señora de cabeza blanca y pasitos frágiles, que saca su brazo encogido debajo de un chale y lo levanta con ánimos. La imagen de la mujer se empequeñece a medida que sigue por esa calle de muros altos y él la sigue con la vista, espera a que desaparezca. -Total- piensa- dobla en la esquina-. La mujer desaparece y la cabeza del hombre toma la orientación habitual.
Piensa en la muerte. Lo aturde la idea, pero no se exalta. Y no por propio estoicismo. El único miedo que lo paraliza, que abre sus grandes ojos corresponde al cambio. Y el cambio de estado, de vivo a muerto, es tal vez su peor pesadilla. Se ha acostumbrado a  vivir y no conoce otra forma de existir. Aceptar que todos sus objetos, como las ideas, emociones y sentimientos construidos en su vida, desaparecerán en un momento para él, es inaceptable. La vulnerabilidad que lo envuelve en ese pensamiento lo irrita y deprime.
Da el último pitazo al cigarrillo y expulsa lentamente el humo densísimo acumulado por las bocanadas que mutilaban al cigarrillo en cada inhalación. De repente pasa  una ráfaga de viento y los humos dispersos siguen el movimiento, como a bordo de un tren invisible. El mismo tren se lleva sus pensamientos de la muerte.
Poco después, arroja y pisa en el suelo las ascuas.
Regresa a su casa, dando dos pasos largos y empujando el umbral de la puerta. Cierra la puerta a sus espaldas y erguido, respira hondo, esperando disipar el humo de sus pulmones y las emociones. Sus cejas bien pobladas antes fruncidas, son influenciadas por el ejercicio y están ahora paralelas al horizonte, indicando serenidad. Adopta un bienestar en su pecho y se dice dos veces que todo va bien. Siente que es un hombre hogareño, un buen padre, y experimenta una felicidad efímera, interrumpida  inmediatamente por los pensamientos que surgen de sus miedos a los peligros que acompañan el camino de la vida.
Como una película se proyecta en su mente una película de suspenso. Sigue teniendo estos pensamientos hasta que, un poco hastiado, sacude la cabeza y pestañea dos veces.
Rubén Trujillo, hombre vehemente, se da cuenta.
Ha adquirido un compromiso, esta vez consciente y real. Su mente antes intolerante del compromiso ha cedido a la comprensión de lo que significa la responsabilidad, que nace del amor y de la valoración verdadera de cada una de las cosas de la vida.
-Qué extraña sensación…- piensa y dice –exigido, pero feliz-.
Se aleja de la puerta hacia las gradas caminando lento, las manos tomadas detrás de la espalda y silbando un ritmo, acompañado de vez en cuando con intentos de inglés, que terminan produciendo extraños sonidos ininteligibles.

Agosto, 2013

16 de agosto de 2013

RESACA

por Giovanni Barletti A.


Me gusta andar por las calles algo perro, algo máquina, casi nada hombre.
MARTÍN ADÁN, La casa de cartón.



Abrió los ojos y el techo de siempre, blanco, bienaventurado, no la noche con sus nubes imperceptibles y frío de manos en los bolsillos, noche cruzando los brazos que no acaba nunca. Las paredes también eran las mismas, el televisor que emitía sonidos incognoscibles y lejanos sin parar. Imposible determinar la posición del control remoto, imposible. Se acomodó en la única almohada con la mirada perdida en el techo de siempre. En el primer piso trajinaban los platos y los cubiertos, sus padres tomando el desayuno, el almuerzo, la cena, todo junto. Claudia en la mesa de su casa, mintiéndole seguro a sus padres. Le gusta mentir, pero su cuerpo se diluye entre mis manos con sus movimientos suavecitos, bajo las luces opalinas que cambian de colores y dejan ver el piso de repente, entre un zapato y otro. Un golpecito con el pie y una botella explota, la espuma de colores por el suelo y hay que pedir perdones por aquí y por allá. Ella también se diluye por el frío y el monumento flaco, esmirriado que conoció mejores tiempos, cuando a uno no lo botaba la policía. Claudia no toma, no fuma, no ama, sólo quiere ingresar a la universidad. Habla de eso todo el día, peor los que ya ingresaron. ¿Yo? Derecho, Medicina, Ingeniería, Poesía. Claudia mentirosa. La voz de su mamá como en las mañanas, martes y jueves y viernes, días de matemática a primera hora. El pantalón arrugado, azul, sucio, inalcanzable. Con Claudia no se puede ser feliz de manera pequeña ni nada de eso. Pasa la botella y el líquido del color de la luz a medias no la atrae, revolotea, hace burbujas y hacia la derecha. Luego los versos improvisados, llantos, peleas. Mejor irse y contemplar las luces que centellean a lo lejos, se apagan durante una millonésima de segundo y nadie se da cuenta; los carros al principio son puro ruido y luego se estiran por la calle Lima. Huele a casi nada en la calle vacía, demasiado tarde para eso. A esta hora no dan ganas de adivinar las formas de las nubes, a esta hora nadie sabe bien adónde va. El perro famélico, el personaje sombrío que discurre sospechoso, uno mismo. Pronto el telón de la noche y las luces de los postes como los cuadros impresionistas. Una inscripción en la pared larga como el camino que no te importa, nunca la has leído, para qué. Si no fuera tan mentirosa, falsa, bonita. Y hay que entrar despacito, sin zapatos, sin destino. Duele insoportablemente la cabeza y el tiempo no transcurre, nunca lo hace.

por Giovanni Barletti A.