9 de febrero de 2011

Arguedas en su Centenario




Centenario del nacimiento de José María Arguedas
por Giovanni Barletti A.

Lo más probable es que a pocos les importe que hace cien años nació este excelso y universal escritor indigenista, pero yo el día de ayer (llevando perfecta cuenta de los días) desperté sobresaltado primero y ya después me invadió el ánimo de fiesta y hasta estuve dispuesto a vestirme de gala para celebrar de alguna forma adecuada pues sí, José María Arguedas Altamirano nació el 18 de enero hace un siglo.

Siempre me ha inquietado esta casta de hombres que de un día a otro cambian las cosas en adelante y eso es lo que hizo Arguedas con la literatura indigenista, dándose plena cuenta un bienhechor día que los afamados escritores de la época contaban las tragedias e historias de los indios como simples espectadores o como si la conocieran de oídas, relatos, para él, alejados de la realidad. Fue así que decepcionado con la lectura de Ventura García Calderón y Enrique López Albújar se propuso contar las verdaderas historias de los indios y de su pueblo; y qué manera de hacerlo, con esa prosa privilegiada plagada de música y descripciones del ande capaces de encandilar al espíritu más reacio.

Nació en Andahuaylas, departamento de Apurímac, el 18 de enero de 1911, su padre era abogado y su madre una rica hacendada que murió por un problema hepático cuando el pequeño José María tenía tan solo dos años y medio y para principiar así su malhadada vida. Su padre que para entonces se desempeñaba como Juez de primera instancia, cargo que le permitía vivir sin estrechez económica, sin demoras se casó en segundas nupcias con la cruel Grimanesa Arangoitia viuda de Pacheco, acaudalada hacendada ayacuchana que con sus tratos y maldades marcaría los días de José María Arguedas; ganándose años después por cuenta propia o justicia Divina el oprobio de una Nación entera que por siempre la recordará como un personaje maligno. Los abusos de parte de la cruel Grimanesa y el hijo de ésta comienzan cuando su padre por razones políticas deja su cargo de Juez y para ganarse el sustento se convierte en una especie de abogado errante, obligado a viajar por los lugares más recónditos e intrincados en busca de causas judiciales que defender. No estando el padre en la casa José María pasa de un día a otro a vivir en la cocina junto con los indios que laboraban en el servicio de la casa y hasta era obligado a trabajar en las inacabables faenas agrícolas, eso sin contar los abusos de su hermanastro que entre muchas cosas lo obligó repetidas veces a presenciar las orgias y violaciones que perpetraba contra las indias de su hacienda. Hechos como ése hicieron que para el escritor José María Arguedas el sexo fuera asqueroso, no más que un acto que envilecía a las personas y sólo podía conducir al abuso, como una forma más de subyugación que no podía traer nada bueno; y su hermanastro mutaría en distintos gamonales que se mantenían como personajes sombríos, asquerosos, abusadores que saciaban sus bajas pasiones aun con el sufrimiento y desventura de las indias. Esa repulsión por el sexo es un rasgo marcado en las novelas y cuentos de Arguedas, pues siempre el acto del amor figurará como algo negativo que sólo puede acarrear la satisfacción del que lo inflige a la fuerza, nunca considerándolo como la más profunda interpretación del amor y la pasión. En los Ríos Profundos, por ejemplo, cualquier lector sin ser muy acucioso no pasará por alto el drama interior que vivía Ernesto durante las faenas amorosas que mantenía la opa con alumnos del internado donde estudiaba. Esta desdichada mujer con deficiencias mentales laboraba en la cocina del internado y por las noches era acosada por los alumnos mayores y forzada a copular con ellos en medio del laberinto y los excrementos de los baños, lo que generaba en el espectador Ernesto un ánimo de repulsión que lo impulsaba el día domingo a caminar y perderse en la pureza del paisaje para limpiarse y redimirse de alguna forma, recordando sus aventuras en parajes inhóspitos o cruzando la cordillera a lomo de bestia. Y para que no quepan dudas sobre esa repulsión por el sexo el niño Ernesto nunca tuvo la inquietud, la incertidumbre de acercarse a la opa con otro sentimiento que no sea la conmiseración y el oprobio para sus perpetradores, a los que consideraba unos animales asquerosos.

Ernesto mira el mundo de una forma distinta, con una fascinación hacia los indios, el huayno, los animales y las plantas que no conservan las demás personas; es soñador e inocente, le toca presenciar los abusos de los blancos acaudalados contra los indios, lo cual causa preocupación en él, por el futuro inmediato de las personas explotadas (como el indio en la hacienda cuzqueña del Viejo o doña Felipa, la machorreada chichera de Huanupata, o la opa), sin embargo el tema de la novela no es la explotación propiamente dicha (como pueden imaginar muchos) sino esa belleza intacta que mantienen las cosas en el Ande, la visión infantil de Ernesto que quiere creer en las personas como cree en las montañas, en los ríos y los animales; vilipendiado en el internado por ser foráneo se solidariza siempre con los más desvalidos y en su condición de infante hace lo posible por ayudar, deseando quizás convertirse en un titán de un momento a otro para salvaguardar a quienes lo necesiten. Otro rasgo característico de la obra de Arguedas es que sus personajes siempre son seres desvalidos, desprovistos de poder y que se conservan inmaculados, por ello en muchos de los casos son niños (Ernesto, Santiago), que son una transfiguración, probablemente, del mismo escritor.

Además de escritor fue periodista, ensayista, etnólogo y un incansable estudioso sobre el idioma quechua y el folclore. Su temor más grande era que la cultura andina desaparezca con el tiempo y con ello las costumbres y la música que tanto amó, por eso hizo lo que pudo desde su escritorio y ocupando importantes cargos para preservar la cultura que lo adoptó. En su momento encontró en el idioma español un gran obstáculo para lograr lo que deseaba en sus escritos, pues no podía reflejar con las palabras que conocía el sentimiento andino ni mucho menos describir el Ande de forma fidedigna; marcando su estilo propio, que radicaría más que nada en el lenguaje, que sería en adelante un lenguaje inventado por él sobre una base española, pero con la musicalidad y el ritmo que sólo puede tener el quechua. Es de esta forma que logra escribir todos sus libros, y hasta en sus escritos académicos se observa esa característica que lo separó de otros escritores indigenistas. Fue así como logró esa hermosa novela que es los Ríos Profundos y yo me animaría a decir sin pensarlo mucho que es la mejor novela que se ha escrito en este país de mierda que es el Perú; por más que vea a Julius haciendo pucheros desde su palacete, a Zavalita, al hermano Antonio en pie de guerra, al Jaguar dispuesto a darme una paliza para que cambie de opinión o al viejo Anselmo con su arpa desde un rincón oscuro del mítico lupanar piurano. La belleza de las descripciones de Arguedas me hace pensar en el mejor Thomas Mann o el mejor Herman Hesse y lo vuelven insuperable.

Pero yo también, muchas tardes, fui al patio interior tras de los grandes, y me contaminé, mirándolos. Eran como los duendes, semejantes a los monstruos que aparecen en las pesadillas, agitando sus brazos y patas velludas. Cuando volvía al patio oscuro me perseguía la expresión de algunos de ellos; la voz angustiosa, sofocada y candente con que se quejaban o aullaban triunfalmente. Había aún luz a esa hora, el crepúsculo iluminaba los tejados; el cielo amarillo, meloso, parecía arder. Y no teníamos adónde ir. Las paredes, el suelo, las puertas, nuestros vestidos, el cielo de esa hora, tan raro, sin profundidad, como un duro techo de luz dorada; todo parecía contaminado, perdido o iracundo. Ningún pensamiento, ningún recuerdo podía llegar hasta el aislamiento mortal en que durante ese tiempo me separaba del mundo. Yo que sentía tan mío aún lo ajeno. ¡Yo no podía pensar, cuando veía por primera vez una hilera de sauces hermosos, vibrando a la orilla de una acequia, que esos árboles eran ajenos! Los ríos fueron siempre míos; los arbustos que crecen en las faldas de las montañas, aun las casas de los pequeños pueblos, con su tejado rojo cruzado de rayas de cal; los campos azules de alfalfa, las adoradas pampas de maíz. Pero a la hora en que volvía de aquel patio, al anochecer, se desprendía de mis ojos la materna imagen del mundo. Y llegada la noche, la soledad, mi aislamiento, seguían creciendo.

Pero no podría ser un escritor indigenista sin narrar esa violencia que ocurre a diario en los pueblos andinos, esa pugna entre indios y blancos donde los más perjudicados son los primeros. En todos sus escritos la violencia ocupa el tema principal y se hace visible en sus narraciones tristes, trágicas, con un matiz de injusticia.

Qué hacer para que nuestros gobernantes instituyan este año como el del nacimiento de José María Arguedas Altamirano y así conste en todos los documentos oficiales, para que siquiera el instante que demora escribir o copiar el encabezado de un oficio todos recuerden a este magno escritor expulsado de la conciencia de muchos y que merece estar a la altura de los grandes escritores de todos los tiempos.

Desde Agua, hasta el Zorro de arriba y el zorro de abajo, pasando por Yawar Fiesta, los Ríos Profundos, Todas las sangres, su prosa privilegiada evoca las cosas más bellas e inalteradas que aún existen en el Perú y es el grito silencioso de millones de personas que oprimidas y en la miseria aún perviven en lugares agrestes, olvidados por el Estado. José María Arguedas fue inspirador para mí desde siempre, él se suicida por segunda vez y con éxito el mismo día que yo nazco aunque 19 años antes; y siento cada vez que lo recuerdo que existe entre los dos como una deuda sin saldar aún. Hombres como él merecen, sin lugar a dudas, más de cien años, muchos, pero muchos más.

Giovanni Barletti