por Orlando
Mazeyra Guillén
«Loca es mi
vida», reflexioné al mirar, por la escueta ventana de la habitación, cómo los
perros se apareaban entre ellos. Quiero decir, un macho montando a otro de su
mismo género. Sin asco. Sin la menor reserva.
A falta de hembras, algunos
hombres —¿acaso dije hombres?— asumen ese pasivo papel ignorando que está lleno
de múltiples sorpresas, apremios y sinsabores.
La sórdida imagen de la cópula
canina, de pronto se interpuso entre mí y la cruda cotidianidad, haciéndome
evocar remotas instancias de mi vida pasada.
Yo había estado en la cárcel
durante casi una década y, no lo puedo negar, pues alguna vez creí sucumbir (o
quizá otra vez estoy desvariando por culpa de las pastillas) ante esas
tentaciones que genera la carencia absoluta de placer físico.
Mi humanidad —asumo que, a pesar
de lo que dice la siquiatría, medianamente sana— entiende que desde el día en que
uno aprende a tocarse, la sequía sexual suele ser una mala compañera que
solivianta sinsentidos atroces.
Ojo: aquello
cuanto escribo, lo sé por cuenta propia. A mí nadie me tuvo que contar nada. No
precisé leerlo o siquiera soñarlo. Sólo bastó meter de lleno las narices en la
mierda.
—Yo estoy limpiecito —me había
anunciado el Bagre, un feísimo convicto algo amanerado y con cintura femenil—.
Así que conmigo no te hagas problemas.
—No le entiendo —alegué con cara
de pocos amigos. En la cárcel abracé la costumbre de jamás tutear a aquellos
que considero intelectualmente inferiores.
—En tiempo de guerra —me dijo palmoteándose
el trasero—, cualquier hueco es trinchera.
—De acuerdo —le dije contrariado
por aquella frase que yo ya había escuchado pero que, en boca del Bagre, se
volvía sombría y repelente: «en tiempo de guerra cualquier hueco es trinchera»,
repetí para mis adentros y sentí la erección de mi verga.
Un extraño rubor se hizo de mí
cuando el Bagre descubrió que me había excitado sin razón aparente.
—¿Te puedo ayudar con eso? —me
dijo Maura. Una esbelta canelita de Imata que mi madre había contratado como
empleada del hogar. Tenía apenas trece años, dos menos que yo, pero era muy
ávida de todo la condenada.
—¿Con qué cosa, Maura? —repuse
invadido por un fuego inédito.
—A eso, pues, joven Carlos —me
dijo señalando mi bragueta—. Se nota que lo tiene usted bien paradito a su
soldadito.
—¿Soldadito? —le pregunté con un
rapto de intriga.
—Pajarito entonces.
Me abrió la bragueta despacio,
con una parsimonia que, por momentos, me ponía en vilo:
—¿Quieres que juegue con él? —me
preguntó el Bagre.
—Haz lo que te dé la gana —le
dije a Maura con toda intención.
Cerré los ojos y sentí unas
tibias manos masajeando mi falo, estirándolo, sopesando, alternativamente, cada
testículo de mi escroto.
—Chúpamela de una vez —rogué
anhelante.
—¿Cuántas hembritas te han hecho
esto? —me preguntó el Bagre con una mirada insidiosa.
—Ninguna —le confesé a Maura.
—No le creo, joven, me va a
decir que nunca ha tenido chicas. Más mentiroso es.
—¿Tú con cuántos has estado,
pues?
—Con todos, zamarro —alegó él—.
Desde mi viejo hasta el alcaide. Mi papá me violó de chibolo y con el alcaide
me encamo de vez en cuando para que me regale cigarrillos, marihuana y
pastillas para la ansiedad… Pero tú me das miedo, eres distinto.
—¿Por qué distinto?
—Distinto, pues, joven —hablaba
hasta por la orejas Maura—. De otra clase. En mi pueblo, en cambio, todos somos
iguales. Ahí conocí varios chicos: al Marcos, al Aldito, al Pepe Lucho. Varios
que me tomaron en los cerros y hasta me hicieron abortar. Pero usted es
distinto: es mi patrón.
—El patrón es mi papá.
—¿Tu papá? —preguntó intrigado
el Bagre.
—Sí —lo admití—. La primera vez
que se me paró fue cuando vi cómo mi viejo se levantaba a la empleada. Ella se
llamaba Maura y era bien sabida. Me la corrí espiándolos a escondidas. Lo que
más me calentaba eran los jadeos de la mocosa.
—¿Qué es «jadeos»? —preguntó la
chola.
—No te hagas —la amonesté—. Esos
ruiditos que hiciste cuando mi papá te la metía.
—Te gusta ver lo que hacen los
otros, ¿no? —me escrudiñaba el Bagre.
—Sí, es lo que más me gusta.
Mirar a los otros y tocarme. Nadie me
toca como yo solito he aprendido a hacerlo.
Y, ahora, mientras esos dos
perros callejeros se ayuntan con desfachatez me acuerdo del Bagre y de Maurita.
Les otorgo roles en esta inesperada puesta en escena. Pero, por su propio
temperamento sexual, no encajan.
«Loca es mi vida», me repito y
no comprendo cómo he podido llegar a frisar los cuarenta sin haber consumado
cópula alguna (me refiero a una cópula de verdad, con amor y todas sus
variantes). Sólo he aprendido a mirar. Los demás que ejecuten. Yo sólo me
entiendo.
Los perros siguen en lo suyo y
yo en lo mío. Me toco.
Pero también… anoto.
Octubre, 2013.