30 de junio de 2014

EL PLATO DE CUMPLEAÑOS


por René J. Coayla


“Y es que son cosas de la vida, son cosas de tu historia.”
Porta


      Invita algo de comer pues, Java.
      En la cocina hay lomito del almuerzo, sírvete nomas.
      ¡Uy carajo, la olla está llena! ¿tienes un plato hondo?
      Busca pe’ huevón. Todo quieres también.

Y así fue como —al abrir la puertecilla de su fina estantería— di con aquel plato transparente. Lo quedé mirando pensativo, lo tomé, y al tenerlo en mis manos no pude creerlo. Era, en efecto, aquel plato de hace casi quince años. En un instante me perdí en el tiempo y de repente me encontraba en ese mismo lugar, pero en aquella tarde de agosto. Y era el cumpleaños de Javier.

Horas antes mi mamá me alisaba con gran esfuerzo el cabello ondeado. Tarea inútil: mi pelo era tan inquieto como yo mismo. Tenía puesto un jean nuevecito y un polo recién planchado. Yo me veía en el espejo al tiempo que observaba a mi madre mirando el reloj.

      Donde está tu padre que no trae el regalo. Si no llega en quince minutos nos vamos.
      Pero mamá, ¿y el regalo? No podré entrar a la fiesta sin regalo.
      No te preocupes hijo, no es necesario.
      Si lo es, mamá. Todos llevarán uno. Marlon dijo que le compró un auto de carreras a control remoto; Andy nos enseñó ayer un paquete de soldaditos y Gian Piero dijo que su papá traerá de Arequipa una pista de carreras de Hot Wells, ¡De Hot Weels, mamá!
      Hay hijo, tú no te preocupes. Ya veremos qué le regalamos.

El tiempo pasó, y papá —como siempre durante mi infancia— nunca llegó. Yo insistí hasta el final, pero ya eran casi las cinco y mamá hizo lo que nunca pude olvidar. Tomó un plato de Coca Cola que en casa nunca faltaban y me lo entregó.

      Para que me das un plato, mamá —le pregunté inocente.
      ¿Cómo que para qué? Para tu amigo pues, hijo.
      Mamá ¿Qué haces? ¿cómo voy a llevar un plato?
      No hay otra cosa, hijo. Además está nuevo, lo envolvemos en papel de regalo y ya.
      ¡Nooooo mamá! ¿Estás loca? ¡Todos se reirán de mí!
      Nadie se reirá de ti. Ni cuenta se van a dar.

Y así, entre peros y rascándome la cabeza llegué hasta la puerta de la casa inmensa de mi amigo. Él vivía en la urbanización más ficha de Moquegua, y aunque yo vivía en un aceptable cercado igual él tenía un enorme jardín en donde una parrilla calentaba y desprendía un aroma exquisito.
Estaba pensando esconder el plato, tirarlo entre los arbustos y no entregarle a mi amigo aquel extraño obsequio. Pero en ese preciso instante la puerta se abrió. Y para mi sorpresa todos mis amigos salieron a ver quién era, y qué traía.

      ¡Es René, mamá! —gritó Javier cuando me vio. Se escuchó un fuerte hazlo entrar y en ese momento Javier reparó en mis manos, que traían temblorosas esa extraña envoltura de papel brillante.
      ¿Es mi regalo? ¡Haber! —me dijo y me lo quitó de las manos. Sentí que ya se apresuraba a abrirlo. Pero no fue necesario, sólo con tocarlo me miró extrañado y me preguntó ¿qué es?
      Es un plato de Coca Cola —dije y al instante todos los demás me abuchearon con un fuerte buuuu, y se dieron vuelta de nuevo al interior de la casa. Yo miré a mi amigo e intenté sonreír. Pero de seguro el resultado fue una cara suplicante que Javier entendió bien. Porque sólo me dijo:
      Pasa, pasa…

Poco tiempo pasó para que yo olvide aquel detalle, pues al entrar a la sala de mi amigo un espectáculo de juegos se abría en medio del lugar. Había soldaditos por todas partes, mezclados con caramelos, pica pica y algunos globos que saltaron por todos lados cuando mis amigos volvieron a tirarse al suelo a seguir jugando. Al parecer en esos momentos estaba siendo armada la atracción general, la cual se erguía en medio de la sala devastando a los demás juguetes: una pista gigante de Hot Weels. Toda la fiesta giraba en ese momento en torno a la hermosa pista de color azul con carros originales y con todas sus señalizaciones en full color. Si alguno de los presentes no se encontraba luchando con los demás para poder colocar alguna pieza, formaba parte de los que se confomarban con alentar y supervisar la construcción, modificando a cada nada con críticas y jaloneos su buena arquitectura. Sólo Javier se quedó parado junto a mi, observando aquel desordenado show y sosteniendo aún mi insignificante obsequio. Sin dudar más comenzó a abrirlo y yo pensé que sería una total pérdida de tiempo. Pero para mi sorpresa él lo puso contra la luz y, usándolo para mirarme a través de el, exclamó ¡está paja!

      Es el peor regalo ―le aclaré― discúlpame Javicho. Mis viejos…
      Ya vamos a comer en un toque ―me interrumpió―, lo usaré para mi solito.

Luego de eso me lo aplastó contra el pecho y corrió al medio de la sala, y de un empujón arrimó a Marlon a un costado, cogió un autito, y lo puso con tal fuerza en la cima de la vuelta al mundo, que la pista de carros, armada de la mas extraña de las maneras, se tambaleó y en un instante, toda se vino abajo. Todos dijeron ¡uhhhh! Al tiempo que se llevaban las manos a la cabeza, lamentando la tragedia.

Me dirigí a la cocina con el plato en la mano y en ella su mamá ―a la que yo veía como toda una señora de sociedad, amable y bondadosa― lo colocó en una fina estantería, encima de otros muchos platos blancos de fina loza, y sin mas miramientos continuó batiendo lentamente una olla que olía a gelatina de fresa.

Regrese decaído a la sala. Todos habían emprendido una nueva construcción, esta vez más organizada, pues Andy iba dictando las instrucciones del manual. En un rincón temblaba una pirámide de envolturas de papel de regalo, en la cima de la cual yo coloqué la que Javier había tirado al suelo al abrir mi obsequio, tal vez el único de la fiesta con el que no se podía jugar.

Ese día, tal como dijo mamá, no interesó mi regalo. Casi nadie se percató del hecho, o al menos yo no lo volví a notar, pues los juegos y la felicidad de mis amigos me distrajeron la mayoría del tiempo, hasta poco después de la secundaria. Tampoco recuerdo muy bien lo que siguió. Pero es de hecho que se vino una atorada con anticuchos de corazón de pollo, carne y caparinas que el papá de Javier preparaba en todas sus fiestas, alardeando en todo momento de su habilidad con la parrilla, y de su deliciosa sazón arequipeña.

Guardaba esos recuerdos y ni me había dado cuenta. Todo salió a flote ahora que tengo nuevamente ése plato entre mis manos. Han pasado quince años y de seguro los carros, soldados y pistas de carrera se perdieron y no existen ya. Pero aquel plato, aquel mísero e improvisado obsequio transparente, evidencia de aquel extraño día de mi vida, estaba ahí. El peor de los regalos terminó durando para siempre, al final ni el tiempo había podido devastarlo.

Hoy pienso en mamá y le agradezco por aquella tarde. No solo me enseñó a no sentir vergüenza por ninguna cosa. Sino que ahora, después de tantos años, también me enseñaba el valor simbólico que tiene la amistad, más allá de los caros obsequios.


Junio 2014.