por Jose Carlos Valdivia Vera
El día en el que Rubén
Trujillo se hizo responsable.
Miraba sus mejillas sonrosadas, su carita tierna,
pensaba en manzanas rojas iluminadas, esos ojitos con luz en el iris, los labios y su boca de
fresa, los cabellos largos que caen y acarician toda su espalda y las puntas
que ya casi besan la cintura.
– ¡Hermosa!- piensa él, y espera un momento. La
vuelve a acariciar mientras ella no deja de mirar al gran oso naranja que emite una melodía
cada vez que lo aprieta.
-¡Hermosa!-repite convencido. Miles de imágenes se
le vienen a la mente como una onda de mar, dejando al rostro ensombrecido. Imágenes de dicha, imágenes de triunfo, de
orgullo, la imagina creciendo a través de los años, la sueña joven, con un diploma
en la mano, se alegra, el rostro reacciona y sonríe.
Se inclina hacia un lado y rebusca en uno de sus
bolsillos.
Saca una cajetilla de cigarros rubios, toma uno y
se lo pone entre los labios, humedece con su lengua el extremo poroso que
primero es dulce y luego, insípido. Toma un cerillo y lo raspa en la superficie
áspera que colma ahora sus mejillas, producto de una barba naciente.
Protege la llama después de verla expandida y la
acerca al cigarrillo. Hace una mueca exagerada de beso apasionado que incluyen
las cejas bajas, los ojos semiabiertos y una jeta peninsular. Aspira con lapsos
y la llama comienza a dar latigazos a las hebras de tabaco que toman vida y
brillan incandescentes.
-En nada ni en nadie se puede confiar mucho- se le
antoja decir, y las ondas de sonido se dispersan mucho antes que el humo que
las acompañó al salir de la boca.
De
pronto se aturde, mira a la niña y comienza a mover los brazos para disolver la
nube, derecha a izquierda, arriba y abajo, los pedazos humeantes más densos
bailan entre los movimientos corporales del hombre antes de disolverse
completamente. Siente el olor del tabaco y reconoce la nicotina con una extrema
sensibilidad, se exaspera, y apresurando el paso, abandona el amplio
dormitorio, baja las gradas en cuatro saltos
y sale al patio trasero.
Le
resulta muy agradable el nuevo ambiente, tranquilo y libre de tensiones, y
encuentra el siguiente pitazo sabroso –no quiero que fume- piensa, dice, advierte. Mira el cigarrillo entre sus dedos y existe
solo la mitad, levanta la cabeza y dirige la expulsión del humo condensado hacia el frente; aparece por un instante una
creciente varilla ploma que se dispersa lentamente en el calor.
Mira
al frente y se percata de algo o alguien, rápidamente hace un gesto diplomático
a una señora de cabeza blanca y pasitos frágiles, que saca su brazo encogido
debajo de un chale y lo levanta con ánimos. La imagen de la mujer se
empequeñece a medida que sigue por esa calle de muros altos y él la sigue con
la vista, espera a que desaparezca. -Total- piensa- dobla en la esquina-. La
mujer desaparece y la cabeza del hombre toma la orientación habitual.
Piensa
en la muerte. Lo aturde la idea, pero no se exalta. Y no por propio estoicismo.
El único miedo que lo paraliza, que abre sus grandes ojos corresponde al
cambio. Y el cambio de estado, de vivo a muerto, es tal vez su peor pesadilla.
Se ha acostumbrado a vivir y no conoce
otra forma de existir. Aceptar que todos sus objetos, como las ideas, emociones
y sentimientos construidos en su vida, desaparecerán en un momento para él, es
inaceptable. La vulnerabilidad que lo envuelve en ese pensamiento lo irrita y
deprime.
Da
el último pitazo al cigarrillo y expulsa lentamente el humo densísimo acumulado
por las bocanadas que mutilaban al cigarrillo en cada inhalación. De repente
pasa una ráfaga de viento y los humos
dispersos siguen el movimiento, como a bordo de un tren invisible. El mismo
tren se lleva sus pensamientos de la muerte.
Poco
después, arroja y pisa en el suelo las ascuas.
Regresa
a su casa, dando dos pasos largos y empujando el umbral de la puerta. Cierra la
puerta a sus espaldas y erguido, respira hondo, esperando disipar el humo de
sus pulmones y las emociones. Sus cejas bien pobladas antes fruncidas, son
influenciadas por el ejercicio y están ahora paralelas al horizonte, indicando
serenidad. Adopta un bienestar en su pecho y se dice dos veces que todo va
bien. Siente que es un hombre hogareño, un buen padre, y experimenta una
felicidad efímera, interrumpida
inmediatamente por los pensamientos que surgen de sus miedos a los
peligros que acompañan el camino de la vida.
Como
una película se proyecta en su mente una película de suspenso. Sigue teniendo
estos pensamientos hasta que, un poco hastiado, sacude la cabeza y pestañea dos
veces.
Rubén
Trujillo, hombre vehemente, se da cuenta.
Ha
adquirido un compromiso, esta vez consciente y real. Su mente antes intolerante
del compromiso ha cedido a la comprensión de lo que significa la
responsabilidad, que nace del amor y de la valoración verdadera de cada una de
las cosas de la vida.
-Qué
extraña sensación…- piensa y dice –exigido, pero feliz-.
Se
aleja de la puerta hacia las gradas caminando lento, las manos tomadas detrás
de la espalda y silbando un ritmo, acompañado de vez en cuando con intentos de
inglés, que terminan produciendo extraños sonidos ininteligibles.
Agosto, 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario