25 de agosto de 2013

EL PAN ESTA EN LA MESA

por Jose Carlos Valdivia Vera

El día en el que Rubén Trujillo se hizo responsable.

Miraba sus mejillas sonrosadas, su carita tierna, pensaba en manzanas rojas iluminadas, esos ojitos  con luz en el iris, los labios y su boca de fresa, los cabellos largos que caen y acarician toda su espalda y las puntas que ya casi besan la cintura.

– ¡Hermosa!- piensa él, y espera un momento. La vuelve a acariciar mientras ella no deja de mirar  al gran oso naranja que emite una melodía cada vez que lo aprieta.

-¡Hermosa!-repite convencido. Miles de imágenes se le vienen a la mente como una onda de mar, dejando al rostro ensombrecido.  Imágenes de dicha, imágenes de triunfo, de orgullo, la imagina creciendo a través de los años, la sueña joven, con un diploma en la mano, se alegra, el rostro reacciona y sonríe.

Se inclina hacia un lado y rebusca en uno de sus bolsillos.
Saca una cajetilla de cigarros rubios, toma uno y se lo pone entre los labios, humedece con su lengua el extremo poroso que primero es dulce y luego, insípido. Toma un cerillo y lo raspa en la superficie áspera que colma ahora sus mejillas, producto de una barba naciente.
Protege la llama después de verla expandida y la acerca al cigarrillo. Hace una mueca exagerada de beso apasionado que incluyen las cejas bajas, los ojos semiabiertos y una jeta peninsular. Aspira con lapsos y la llama comienza a dar latigazos a las hebras de tabaco que toman vida y brillan incandescentes.
-En nada ni en nadie se puede confiar mucho- se le antoja decir, y las ondas de sonido se dispersan mucho antes que el humo que las acompañó al salir de la boca.

De pronto se aturde, mira a la niña y comienza a mover los brazos para disolver la nube, derecha a izquierda, arriba y abajo, los pedazos humeantes más densos bailan entre los movimientos corporales del hombre antes de disolverse completamente. Siente el olor del tabaco y reconoce la nicotina con una extrema sensibilidad, se exaspera, y apresurando el paso, abandona el amplio dormitorio, baja las gradas en cuatro saltos  y sale al patio trasero.
Le resulta muy agradable el nuevo ambiente, tranquilo y libre de tensiones, y encuentra el siguiente pitazo sabroso –no quiero que fume- piensa, dice, advierte.  Mira el cigarrillo entre sus dedos y existe solo la mitad, levanta la cabeza y dirige la expulsión del humo condensado  hacia el frente; aparece por un instante una creciente varilla ploma que se dispersa lentamente en el calor.
Mira al frente y se percata de algo o alguien, rápidamente hace un gesto diplomático a una señora de cabeza blanca y pasitos frágiles, que saca su brazo encogido debajo de un chale y lo levanta con ánimos. La imagen de la mujer se empequeñece a medida que sigue por esa calle de muros altos y él la sigue con la vista, espera a que desaparezca. -Total- piensa- dobla en la esquina-. La mujer desaparece y la cabeza del hombre toma la orientación habitual.
Piensa en la muerte. Lo aturde la idea, pero no se exalta. Y no por propio estoicismo. El único miedo que lo paraliza, que abre sus grandes ojos corresponde al cambio. Y el cambio de estado, de vivo a muerto, es tal vez su peor pesadilla. Se ha acostumbrado a  vivir y no conoce otra forma de existir. Aceptar que todos sus objetos, como las ideas, emociones y sentimientos construidos en su vida, desaparecerán en un momento para él, es inaceptable. La vulnerabilidad que lo envuelve en ese pensamiento lo irrita y deprime.
Da el último pitazo al cigarrillo y expulsa lentamente el humo densísimo acumulado por las bocanadas que mutilaban al cigarrillo en cada inhalación. De repente pasa  una ráfaga de viento y los humos dispersos siguen el movimiento, como a bordo de un tren invisible. El mismo tren se lleva sus pensamientos de la muerte.
Poco después, arroja y pisa en el suelo las ascuas.
Regresa a su casa, dando dos pasos largos y empujando el umbral de la puerta. Cierra la puerta a sus espaldas y erguido, respira hondo, esperando disipar el humo de sus pulmones y las emociones. Sus cejas bien pobladas antes fruncidas, son influenciadas por el ejercicio y están ahora paralelas al horizonte, indicando serenidad. Adopta un bienestar en su pecho y se dice dos veces que todo va bien. Siente que es un hombre hogareño, un buen padre, y experimenta una felicidad efímera, interrumpida  inmediatamente por los pensamientos que surgen de sus miedos a los peligros que acompañan el camino de la vida.
Como una película se proyecta en su mente una película de suspenso. Sigue teniendo estos pensamientos hasta que, un poco hastiado, sacude la cabeza y pestañea dos veces.
Rubén Trujillo, hombre vehemente, se da cuenta.
Ha adquirido un compromiso, esta vez consciente y real. Su mente antes intolerante del compromiso ha cedido a la comprensión de lo que significa la responsabilidad, que nace del amor y de la valoración verdadera de cada una de las cosas de la vida.
-Qué extraña sensación…- piensa y dice –exigido, pero feliz-.
Se aleja de la puerta hacia las gradas caminando lento, las manos tomadas detrás de la espalda y silbando un ritmo, acompañado de vez en cuando con intentos de inglés, que terminan produciendo extraños sonidos ininteligibles.

Agosto, 2013

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