27 de agosto de 2013

MUERTE

por René J. Coayla

                Al fin de la batalla, y muerto el combatiente, vino hasta él un hombre.

Era el final de una pelea, lo recuerdo bien. Me senté en el sofá de puro cansancio. Eché a un lado la ropa que había en él y luego enchufé y prendí mi laptop (la pobre no funciona sin cable: se quemó la batería hace mucho). Ella acababa de salir violentamente. Estuvo hecha una fiera, cuando llegué me saludó mal, hice lo que pude para no cometer ningún error, pero fue inútil. Cinco minutos antes, me estuvo llamando y no contesté el celular. Fue en tres ocasiones.

De repente, me puse a pensar. ¿Por qué se ofusca tan rápidamente, miente con descaro y yo siento casi siempre que se está burlando de mí?

Sé que en la vida todo es relativo, y que mis suposiciones son en realidad debidas a mi propia percepción acerca de ellas. Pero he tratado de analizar las cosas. Y al final me he dado cuenta que soy el único cuerdo y a la vez el inculpado. Típico, al menos yo, siempre he sido culpado de todo.

Y eso porque de chico era el más travieso de mi clase —por no decir del colegio entero—, pero también el más (no creo que deba decir inteligente, sería mentira) aplicado: era el primer puesto de la clase. Me culpaban de todo, aludiendo a una fama malamente ganada durante los constantes laberintos y trampas que demostraba durante mis aventuras y travesías en el colegio. Me culparon de muchas cosas horrendas que en realidad yo no hice. Y esta vez me volvían a culpar en mi propia casa y mi propia novia. De algo que no sólo no hice, sino que ni siquiera sé de qué se trata.

Ella seguía afuera, en el patio. Seguramente con frío y enojada, dispuesta a quedarse horas hasta que yo decida ir a buscarla, encontrarla encerrada en el baño dormitando como una avecilla inocente, y ceder ante el aburrimiento de no poder contra su ignorancia y entonces tener que decirle perdón, es mi culpa.
En ese momento, yo me encontraba sentado en el sillón, con la laptop apoyada en un extremo del sofá. Por mi ventana —que es amplia y toda de vidrio oscuro— podía verse la luz de la luna iluminar los techos de las demás casas a lo lejos. Fue en ese mismo instante que la vi.

Es decir, que vi lo que vi, porque después nadie me creyó y hasta hoy estoy encerrado y a nadie le interesa descubrir la verdad.

Lo que vi fue a ella, traslúcida en la ventana, por fuera, como flotando en el aire. Nuestra habitación está en un cuarto piso. Así que fue imposible que la viera, pero la vi. Y no sólo eso: me habló. Con su tono déspota y malhumorado me dijo:

 —    ¿Ves? Por tu culpa, ahora ya no siento nada.

Me impresioné tanto con esa frase como por la aparición tan increíblemente extraña. Me puse de pie de un salto y salí de la habitación. Afuera sólo había mucho frío, pero ni rastros de ella. Era extraño, en el baño no estaba. Y siempre que sale a llorar, se va al baño de damas.

Y entonces escuché voces, gritos, autos. Me asomé al balcón y vi hacia abajo. Desde ese momento, ya nada me importaba.


Agosto, 2013.

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