por René J. Coayla
Al fin de la batalla, y muerto el combatiente, vino hasta él un hombre.
Era el final de una pelea, lo recuerdo
bien. Me senté en el sofá de puro cansancio. Eché a un lado la ropa que había
en él y luego enchufé y prendí mi laptop (la pobre no funciona sin cable: se
quemó la batería hace mucho). Ella acababa de salir violentamente. Estuvo hecha
una fiera, cuando llegué me saludó mal, hice lo que pude para no cometer ningún
error, pero fue inútil. Cinco minutos antes, me estuvo llamando y no contesté
el celular. Fue en tres ocasiones.
De repente, me puse a pensar. ¿Por qué se
ofusca tan rápidamente, miente con descaro y yo siento casi siempre que se está
burlando de mí?
Sé que en la vida todo es relativo, y que
mis suposiciones son en realidad debidas a mi propia percepción acerca de
ellas. Pero he tratado de analizar las cosas. Y al final me he dado cuenta que
soy el único cuerdo y a la vez el inculpado. Típico, al menos yo, siempre he
sido culpado de todo.
Y eso porque de chico era el más travieso
de mi clase —por no decir del colegio entero—, pero también el más (no creo que
deba decir inteligente, sería
mentira) aplicado: era el primer puesto de la clase. Me culpaban de todo,
aludiendo a una fama malamente ganada durante los constantes laberintos y
trampas que demostraba durante mis aventuras y travesías en el colegio. Me culparon
de muchas cosas horrendas que en realidad yo no hice. Y esta vez me volvían a
culpar en mi propia casa y mi propia novia. De algo que no sólo no hice, sino que ni siquiera sé de qué se trata.
Ella seguía afuera, en el patio.
Seguramente con frío y enojada, dispuesta a quedarse horas hasta que yo decida
ir a buscarla, encontrarla encerrada en el baño dormitando como una avecilla
inocente, y ceder ante el aburrimiento de no poder contra su ignorancia y
entonces tener que decirle perdón,
es mi culpa.
En ese momento, yo me encontraba sentado
en el sillón, con la laptop apoyada en un extremo del sofá. Por mi ventana —que
es amplia y toda de vidrio oscuro— podía verse la luz de la luna iluminar los
techos de las demás casas a lo lejos. Fue en ese mismo instante que la vi.
Es decir, que vi lo que vi, porque
después nadie me creyó y hasta hoy estoy encerrado y a nadie le interesa
descubrir la verdad.
Lo que vi fue a ella, traslúcida en la
ventana, por fuera, como flotando en el aire. Nuestra habitación está en un
cuarto piso. Así que fue imposible que la viera, pero la vi. Y no sólo eso: me
habló. Con su tono déspota y malhumorado me dijo:
— ¿Ves? Por
tu culpa, ahora ya no siento nada.
Me impresioné tanto con esa frase como por
la aparición tan increíblemente extraña. Me puse de pie de un salto y salí de
la habitación. Afuera sólo había mucho frío, pero ni rastros de ella. Era
extraño, en el baño no estaba. Y siempre que sale a llorar, se va al baño de
damas.
Y entonces escuché voces, gritos, autos.
Me asomé al balcón y vi hacia abajo. Desde ese momento, ya nada me importaba.
Agosto, 2013.
No hay comentarios:
Publicar un comentario