por Gustavo Pino Espinoza
La casa seguía igual. Sus cactus de más de
dos metros, el pasto crecido, las paredes descascaradas y su puerta roída por
la humedad inclemente. “Todo esto es fantasmagórico, cuándo le darán algunos
retoques” pensaba Gustavo. Al abrir la puerta, en la pequeña sala, encontró a
la arrendadora de aquellas ratoneras, que hacía llamar cuarto. Ella volteó al
escuchar el crujir de la puerta y lo insultó con la mirada por interrumpir aquella
tarde de lectura en la que consumía casi una cajetilla de cigarrillos Pall Mall.
¿Cómo está, Señora Manuela? ¿Cómo carajos crees que voy a estar?, si siempre
que vienes me jodes mis lecturas. Él esbozó una pequeña sonrisa bobalicona.
Luego de un pequeño silencio, mientras que la señora fumaba haciendo
argollas en el aire totalmente nebuloso,
le preguntó: ¿estará Guille?, la señora tratando de hacerse espacio con las
manos, entre la humareda para poder verlo, ya con un tono afable le dijo, no lo
he visto desde hace tres días, pensaba que estaba contigo, y ahora que tú
preguntas por él, todo se me ha revuelto en la cabeza. Se miraron como tratando
de descifrarse, preguntándose, ¿qué había pasado con Guillermo?, ¿dónde podía
haberse metido…?
¡Toma! – Alzándole un cigarrillo – te hará bien estás
muy preocupado muchacho; ese pillo de Guille, debe estar bien.
Ya con el cigarro en la boca, se dirigió al
segundo piso donde quedaba el cuarto de Guille, siempre venía con el duplicado de la llave que le había dado
su amigo, para que una vez terminado un libro, sacara otro. La primera vez que
entró a la casa, la vieja Manuela casi le parte la escoba en la cabeza, si no
fuera por Guillermo que bajó, hubiera logrado su cometido.
Ya en el cuarto, apagó el cigarrillo en el
cenicero que estaba encima de varios libros puestos en la mesa de noche. El
cuarto estaba tan igual como la primera vez que lo vio, (luego de conocerse en
una librería, cuando él refunfuñaba por no encontrar ningún libro que llamara
su atención, Guille se acercó y le dijo que podía mostrarle libros que nunca
encontraría en esta librería), la cama desordenada, libros tirados por todas
partes, una taza con residuos de café encima de otra pila de libros; en la
esquina superior izquierda, cerca de un pequeño tragaluz, se encontraba el aposento
de su fiel acompañante y peluda de ocho
patas, que poco a poco iba ganando territorio con su telaraña. Lo que le llamó
la atención, fue un pequeño sobre blanco que estaba en la mitad del cuarto
dirigido a Guillermo Urizar; lo levantó, estaba abierto, en la parte trasera se
divisaba, con letra muy cuidada, el nombre de Amelia. En ese momento él recordó,
que era la chica con la que iba saliendo ya unos meses atrás. Dejó el sobre
entre la pila de libros y el cenicero.
Luego de un rato de buscar entre libros vetustos y empolvados, encontró
uno, de título raro, digno de un bibliófilo, como lo era Guille.
Al salir, la vieja Manuela ya no leía,
miraba el techo con un cigarrillo en la mano, botando un suave hilo de humo que
se perdía unos centímetros más arriba; abrió la puerta suavemente tratando de
no distraerla, pero el chirriar de las bisagras la hizo voltear, gritándole, ¡muchacho de mierda, si no me
jodes las lecturas, me jodes los recuerdos!; pero inmediatamente surgió una
pequeña risa melancólica, que terminó en un, <>; ambos rieron lanzándose miradas divertidas
por lo risible de aquellas situaciones, despidiéndose aún con rastros de
alegría en sus rostros.
Gustavo no pudo leer el libro tan
plácidamente, como otras veces, su mente divagaba en cada momento, preguntándose,
¿dónde podía estar metido Guillermo? No podía haber viajado a visitar a ningún
familiar, ya que el único al que conoció, fue a su abuelo materno, todos los demás estaban ya
bajo tierra muchísimos años, y su abuelo
también hace un año. De pronto se acordó de Amelia; su amigo le había contado
de ella, de su hermosura, y de los planes para huir de sus padres ya que era
una relación que nunca aceptarían. ¿Habrían huido?, y, ¿por qué no me dijo
nada?, preguntas que martillaban su mente, turbándolo al punto de no poder
concentrarse en nada más que en su amigo Guille y de tratar de ubicar su
paradero.
Al día siguiente se levantó temprano, sin
haber podido dormir gran parte de la noche, haciendo conjeturas del paradero de
Guillermo, sin llegar a nada concreto al amanecer. Dejó caer el chorro de agua helada
de la regadera, que lo reavivó; se vistió rápidamente, bebiendo a sorbos del
café que aún hervía y emanaba ese aroma rehabilitador. Ya recompuesto de la
mala noche, se dirigió a la casa de doña Manuela.
Al entrar no había nadie, se sintió
aliviado, no estaba de ánimos para
soportar los gritos de la señora, cada vez que abría la puerta que
estaba a punto de desarmarse. Subió las gradas sigilosamente, sacó el seguro de
la puerta y, al abrirla, vio que la habitación estaba tal y como la había
dejado un día anterior. Decidido a averiguar qué había pasado con su amigo,
entró y rebuscó en el ropero, todo seguía igual, era imposible que haya huido
sin llevarse nada de ropa; aún más desconcertado, se sentó en la cama, y miró
hacia donde estaba el sobre blanco, con la disyuntiva si abrirlo o no, al final
decidió hacerlo, era ya casi una semana que no se sabía de Guille. Al leer
quedó boquiabierto sin poder comprender la última frase, que decía: “Huye
Guillermo, no vayas al cuartel”.
¿Qué tenía que ver el cuartel, en todo
esto?, ¿por qué lo azuzaba a que huyera?, ¿por qué le expresaba todo su amor,
como si fuera la última vez que lo fuera a ver? Gustavo se echó agotado en la
cama, sin poder comprender nada de lo que sucedía, tratando de hilvanar todos
los datos que iban apareciendo en la búsqueda del paradero de Guille.
Luego de un rato, se acordó de una de sus
conversaciones, en la que Guille le había dicho, que esa relación no iba a ser
permitida por sus padres, y que por eso tenían que huir. ¿Habrían huido?, y,
¿por qué no dejó ni una nota? Se habían hecho muy buenos amigos para irse de
esa manera.
Abrió el cajón de la mesa de noche, encontró
su diario, y se dirigió hacia las últimas semanas, empezó a leer; pasmado por
descubrir que Amelia estaba embarazada, al instante comprendió que Guillermo
había huido con ella y con un hijo en su vientre; ya no había duda, se habían
marchado; cerró el diario, no había ni una señal de dónde podrían estar.
Resignado, se fue de la casa. Guille no había tenido la suficiente confianza para
contarle lo que había estado pasando, él habría podido ayudarlo, ¿acaso no eran
amigos? Todavía podría ayudarlo, llevándole su ropa, sus libros, cómo podría
vivir sin lo segundo, sin sus amados libros. Tenía que buscar la manera de
saber su paradero, estaba convencido de que Guillermo haría lo mismo por él.
Mientras caminaba, se acordó, que Guille le
había comentado, sobre un Instituto de Arte, que él conocía, al que Amelia
asistía todos los días en las mañanas, a tomar clases de piano. Convencido de
que alguna de sus amigas podría saber el paradero de ella y de Guille, se enrumbó
hacia el Instituto, estando a tiempo aún de encontrarla en sus clases.
Una vez
en el Instituto, que era una casona, entró y fue interceptado por una
señorita bajita y de ojos grandes, que le empezó a explicar de paporreta, las
diversas enseñanzas de artes que ofrecía dicha institución; aburrido de
escuchar la vocecita chillona, le interrumpió preguntándole, ¿dónde podía
encontrar el salón donde se imparten las clases de piano?, ella mirándolo
enojada, por cortar su tediosa explicación, le señaló el salón que se
encontraba al fondo pasando el atrio; a lo que él respondió con un gracias. Estando
a unos pocos metros del salón, se escuchaba una melodía desgarradora, que
arrancaba del piano una hermosa joven esbelta, cabello castaño encrespado, de
cutis claro y suave, ojos redondos que parecían no brillar más, como un día lo
supieron hacer. Era el reflejo vivo de Amelia; su amigo tantas veces la había
descrito, que no podía equivocarse. El se acercó hacia la puerta cautelosamente,
miró hacia el fondo de la habitación y
no había nadie más, al notar ella su presencia dio un respingo, cortando de
golpe la melodía, que lo había envuelto en un mundo donde la vida carecía de
color. Sus miradas se entrelazaron, tratando de reconocerse, sin hallar
respuesta.
- Ya sé que no me conoces – le dijo él –pero
yo, sí creo conocerte, eres Amelia ¿verdad?
- Sí
– le musitó, con el rostro sorprendido, sin poder pronunciar nada más.
- Te
he reconocido, gracias a las minuciosas descripciones, que sólo una persona
enamorada puede dar – la miraba fijamente sin pestañar, observando cada
reacción de ella –. Seguramente estás pensando en la misma persona que yo.
-
¿Guillermo? – lo miró absorta, con el rostro lívido –. ¿Está bien?, ¿le ha
ocurrido algo? Ya va a ser una semana que no sé nada de él.
Gustavo la miró sorprendido, no hallaba
respuesta, ¿dónde estaría su amigo si no fuera con ella?, ¿habría huido al
enterarse del embarazo de Amelia? No podía ser cierto, él la amaba, no la
dejaría desamparada con un hijo por nacer.
– La verdad es que tampoco sé el paradero de
Guillermo – la miró desencajado –, como tampoco sé si está bien o no. Yo pensé
que estarías con él, y que habían huido, por eso vine, para ver si alguna de
tus amigas sabría sobre el paradero de ustedes, y ahora veo que sólo estás tú,
tan perdida y confundida como lo estoy yo.
Ella se paró, y lo abrazó con todas sus
fuerzas, llorando sobre su pecho; él sintió su aroma fresco y embriagador,
tratando de imaginar, todos los momentos felices que Guille pasó al lado de esta
chica, que ahora se desasía en sollozos por él.
En ese instante, se sobresaltaron al
escuchar la voz aguda de una señora regordeta, que usaba anteojos, a punto de
caérsele por la punta de la nariz.
- ¡Qué es lo que pasa aquí! – los
escudriñaba de pies a cabeza.
- Nada maestra – respondió Amelia, con la
voz tristona –; es un viejo amigo que me ha traído una mala noticia.
Al despedirse de la maestra y librarse de su
escrutinio, Gustavo la invito a tomar un café, donde podrían conversar más
tranquilamente sobre Guillermo.
Ella pidió unos bocaditos, él sólo
café, y después de degustar unos cuantos,
ella sin levantar la mirada que estaba clavada en la mesa, le dijo:
- Estoy segura, que mi padre le hizo algo a
Guillermo. Cuando se enteró de mi embarazo, ya hace una semana, los primeros
días se volvió un endemoniado, lanzaba improperios, no comía, me insultaba,
gritaba que era una prostituta, hasta le pegó a mi madre por defenderme, nunca
lo había visto así, y de repente, al día siguiente de haber abofeteado a mi
madre, llegó de lo más normal, con el rostro tranquilo pidiéndonos disculpas.
- Y ¿Por qué crees que le haya podido hacer
algo?, si no sabía casi nada de él…
- Te equivocas
Gustavo, en realidad él sabía más de lo que tú crees. Seguro Guillermo no te contó
la parte esencial de esta historia; él estaba haciendo servicio militar, pero
no el que todos hacen, el que se internan por dos años con algunos días de
salida al mes, no, él estaba metido en una especie de acuerdo con mi padre, en el que los dos se beneficiaban,
mi padre le daba la plata mensual que debía recibir todo cadete, pero él sólo iba
algunos fines de semana a hacer algunos oficios, solicitudes y cosas así,
mientras que mi padre ganaba más por tener más cadetes en su compañía, por lo
que se ahorraba en la comida y uniformes, para que me entiendas mejor, mi padre
manejaba en su compañía treinta cadetes o perros, como les solían decir, de los
cuales sólo doce eran los que estaban siempre en la compañía. Y ahí fue donde
nos conocimos, era el cumpleaños de mi padre, y fui con mi mamá a darle una
sorpresa, y lo vi, era diferente a todos, tenía el cabello más largo de lo que
solían usar, era delgado, no llevaba el uniforme, y todos le guardaban un cierto respecto;
hasta mi padre diría yo. Por eso creo
que el día en que mi padre se enteró de todo, lo mandó a matar, en las excursiones
a las que sabía ir él a la sierra, sabía
que nadie preguntaría por él.
-
Pero Guille leyó el sobre. Cuando fui a buscarle, lo encontré y estaba abierto.
- Alguien más tuvo
que abrirlo, porque él no lo llegó a abrir, si no me hubiera hecho caso, y
estaría con él ahora, en algún lugar dónde hubiéramos sido felices.
Después de estas palabras, ella se despidió
apresurada, con lágrimas brotando suavemente por sus ojos. Él se quedó
convencido, que encontraría a Guille, todo esto era irreal, novelesco, estás
cosas no pasan en la vida real.
Amelia al entrar a su habitación, encontró a
su madre llorando con una foto entre sus manos, la miró desahuciada, apretaba
la foto contra su pecho, tratando de ocultarla, Amelia se sentó a su lado
abrazándola; mamá ¿qué te sucede?, ¿te ha vuelto a pegar el animal de mi
padre?, no hija, es algo peor, y dejó ver entre sus manos la foto con gotas de
sangre seca, era la foto que le había obsequiado a Guillermo; hundiéndose en un
sollozo incontrolable, su madre repentinamente la levantó, sacándola de la casa,
afuera la esperaba un auto, que las llevaría a la estación de buses,
desapareciendo para siempre, de la vida del asesino… el Mayor Gutiérrez.
Luego de una semana, le llegó una carta a
Gustavo, diciéndole, que por deseo de Guille, era propietario de todos sus
libros; la firmaba Amelia. Pero él sólo pensaba en ¿quién había leído la carta
en la que decía que tenía que huir Guille?, sólo se le vino una respuesta a la
mente: ¡la vieja Manuela!
Que buena historia gustavo, te felicito por el drama y la intriga de esta historia. Sigue hacia delante escribiendo y relatando nuevos cuentos. saludos
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