20 de enero de 2012

Día de Playa

Día de playa
por Giovanni Barletti A.


Estaban sentados en sillas de colores, debajo de una sombrilla también alquilada. Desde el inicio del verano había insistido para que la llevara a la playa. A él no le gustaba, es más, odiaba el sol y la arena que se le pega al cuerpo. Pero sentía especial regocijo cuando consentía algunos de sus deseos. Todavía la amaba. Frente a ellos las olas llegaban sin fuerza y se mezclaban con la arena de la orilla, volviéndose masas de agua negruzcas. Permanecieron en silencio mirando el horizonte y a dos hombres morenos que cargaban redes y señuelos. Vestían calzoncillos y tenían marcados los músculos de las piernas y el torso. Un tercero apareció con una cámara grande y entraron los tres al agua.

—Mira, van a pescar —dijo él.

No hubo respuesta. Aún quedaban resentimientos por la discusión de la mañana o la noche anterior, ni ellos mismos lo sabían. Desde que salieron de Moquegua no había habido más que peleas. Horas antes, en el hotel, se enojó porque no la despertó y salió al malecón a caminar y tomar fotografías. Cuando regresó estaba enfurecida y le sacó en cara su falta, además le reprochó la apatía que presentó la noche anterior en la discoteca. Era una discoteca recién inaugurada y ella había escuchado muchos comentarios que la favorecían. Pero a él no le gustaba bailar y se dedicó a criticar a los grupos musicales que se presentaron. Tampoco quiso tomar y se fueron poco antes de las doce.

—Mi amor, no te enojes. ¿Acaso no querías venir a la playa? Perdóname…

—Eres un cínico. Ni siquiera sabes por qué me pides perdón.

—Por todo. Perdóname por todo.

Se les aproximó un niño para preguntarles si no deseaban una cerveza helada, también les entregó la carta de un restaurante y colocó una mesa diminuta con el nombre del restaurante inscrito en el tablero. Iba a despedirlo, pero ella se adelantó a recibir la carta y le aseguró que lo llamaría en un par de horas para ordenar.

—Te perdono si almorzamos acá.

—¿Acá, dónde?

—Tenemos la carta de este restaurante. Mira todos los platos que hay.

—¿No habíamos quedado que íbamos a almorzar en el centro?

—Sí, pero me han dado ganas de almorzar acá.

—¿Estás loca? ¿Vas a confiar en un niño que se aparece de la nada con una carta? Nos podemos enfermar, mi amor. No te pases.

—¿Por qué siempre tengo que hacer lo que tú quieres? Todo el mundo almuerza en la playa y no le pasa nada. ¿Crees que te van a envenenar acaso? Tú eres el loco, Rubén.

—Mi amor, sólo te digo que ya habíamos quedado en otra cosa. ¿Por qué siempre me tienes que estar probando? Sabes que es lo último que haría y lo haces para ver si te quiero, ¿no?

Hubieran seguido discutiendo, pero una familia que se instaló junto a ellos captó su atención. Eran cinco y todos muy obesos salvo la hija menor. En un santiamén armaron una carpa y conectaron a la batería del carro un equipo de sonido. También tenían una olla grande con comida y un perro salchicha negro que empezó a cavar para no quemarse las patas con la arena caliente. Rubén miraba la escena preocupado, recién los odió cuando alquilaron una piscina inflable y le pagaron a uno de los pescadores para que la llenase de agua de rato en rato. Para su desesperación, los niños obesos jugaban en la piscina y les salpicaban toda el agua. No pasó mucho tiempo cuando otras dos familias se apostaron cerca y una de ellas aportó la red para jugar vóley.

—Te dije que debíamos ir a otra playa, pero como siempre tenemos que hacer lo que tú quieres…

Cerca de la marca donde morían las olas una mujer miraba el horizonte con un niño en brazos. Vestía polleras que brillaban al sol y el niño, por encima de su hombro, tenía la vista clavada en algo cerca de la posición de Rubén y Mariela.

—Creo que me está mirando a mí —dijo Mariela—. ¿No sería una foto hermosa? Dame la cámara.

Se puso de pie y se acercó disimulando lo que iba a hacer. Enfocó primero el rostro del niño y después los rodeó para capturar también a la madre en una imagen. Rubén observaba sus movimientos y adivinaba la velocidad y la apertura de la cámara. Luego se fijó en su cuerpo. Todavía se le veía bien en bikini. Notó que se le había corrido la parte de atrás dejando casi al descubierto una nalga. Entonces revivió la desazón de la noche anterior, cuando le propuso hacer el amor. Se sintió rechazado y la odió. Quizás por esa razón salió temprano a tomar fotos, aunque su verdadera intención era regresar a Moquegua. Se puso los audífonos y cerró los ojos, pensó que sólo faltaban unas horas para volver a la normalidad y se alegró.

—Vamos al agua —le dijo apenas volvió.

—Un rato más, todavía debe estar muy fría.

—Pero ya estamos acá hace horas y aún no nos hemos metido. Vamos.

—Anda tú, yo te miro desde acá.

—¿No me digas que no te vas a meter?

—No sé, quizás más tarde. Prefiero quedarme acá.

—Entonces para qué carajo querías venir a la playa si ni siquiera te vas a meter al agua.

Dijo esto y se alejó corriendo en dirección al mar. Las primeras olas las atravesó a saltos, luego pasó debajo de ellas con los brazos extendidos. Cada que rompía una ola lo asaltaba una sensación indescriptible de paz. En los momentos de calma nadaba y esperaba la siguiente ola sin ponerse de pie. Pronto el agua le llegaba a los hombros y no quedaba más que un bañista por delante de él. Éste batallaba con las olas y miraba constantemente hacia la orilla. Rubén miró a los lados y no encontró a nadie, entonces se preguntó si debía ayudarlo.