13 de abril de 2010

Venganza Cuchuna

VENGANZA CUCHUNA
por Omar Iván Benites Delgado

El cansancio de la caminata agarrotaba mis piernas, pero el ardiente sol calentaba mi pesaroso estado de ánimo brindándome la fuerza necesaria para continuar; bordeaba el río de la aldea, el Moquingoa, la serpiente mágica que nos trae el agua para los campos durante cada verano, siempre con el estío. De pronto a lo lejos, sentí la mirada de aquella Parihuana que vigila mi andar de horas. Llevo el alma cargada de penas por tantos motivos que olvidé contarlos y ocasionaban un profundo dolor en mi corazón; es en ese instante que recordé las palabras del Umu de la aldea cuando nos dijo que le cantaba a las cosas bellas, a las montañas y a la gente, para que las enseñáramos a nuestros hijos y estos a los suyos.

Dijo así aquel Umu Kusa viejo:

“Cuando la penumbra en tu pensamiento se instale
o cuando sientas una honda pena;
al despertar el alba, a la sombra de un pacae
o cuando la luna venga llena,
ve a la montaña, un poco al oriente;
dile al Apu Baúl de tu sufrimiento y de tu inquina,
él le dará luz a tus ojos, abrirá tu mente
y repondrá la paz en tu alma Cuchuna”.

Lo sabía también mi padre allá en el tiempo y no se si lo escuché algún día, pero hoy arrastro muchas dudas y demasiados sufrimientos. Es ahora en este caminar que extraño su voz y siento su ausencia de hombre rudo y de mirada tierna.
En el meqlla tejido que colgaba de mi costado izquierdo, había lo necesario para el pago en la Qhapana sagrada que era de todos.
¡La hoja de coca debe ser fresca y de la mejor, tengan cuidado cuando paguen, el motivo debe ser importante! Decía el sabio sacerdote.

En mi desesperanza intentaba comprender que pasó, como llegó la invasión de ésta gente extranjera con costumbres extrañas, con dioses que no conocimos ni quería yo conocer. Pero eso, a ellos poco o nada les importaba.
¿De donde salieron?
¡Del Cosco! dijo uno de los cuatro caciques de guerra que habían partido del Hatún Colla; de donde brota el oro y se abre un extenso valle. Ahí tenemos un gran palacio militar al que dimos por nombre Sacsayhuaman; del otro lado, en el Coricancha, el palacio en donde rendimos culto al sol, durante años hemos trabajado con ahínco un hermoso jardín de flores en cuyo interior se observan animales de oro y plata de tamaño natural.

Su gran jefe era llamado Mayta Cápac Inca, según lo contaron en cada calle, en cada rincón; mozo atrevido, fuerte y autoritario pero grande y noble de corazón. El nos enviaba un mensaje que a nadie interesaba escuchar. Nos enseñarían secretos no tan secretos para el cultivo de la tierra, como producir más en menos espacio de la pachamama; sus arquitectos y alarifes formarían las nuevas generaciones de constructores de ésta nación en donde el sol se mostraba solidario con cada amanecer, aun de mejor manera que en su Qosqo obligándolos a repetir con sorpresa y con frecuencia que aquí la faena podía medirse en verdad de sol a sol, es decir, nos enseñarían con una tecnología que era incomparable a lo largo y ancho del imperio. A cambio solo pedía obediencia ante sus órdenes y respeto para con sus dioses que serían los nuestros a partir de su llegada.
¡Que osadía!
¡Cuanto atrevimiento!
Como si no tuviéramos ya autoridades a quienes respetar, ni dioses a quienes adorar. Para colmo, ese tal Yawar había puesto los ojos en mi pequeña Nayrawara, la hembra aymara ojos de estrella que ocupa mis ilusiones. Va tras ella con el día y con la noche hablándole al oído, terco, insistente, buscando ser escuchado en sus desatinos de supuestos triunfos y conquistas de otros lares y de otras gentes, y yo no podía hacer nada para evitarlo porque la muerte brillaba en sus pupilas.

La última tarde que la vi quise acercarme para decirle que mi corazón sangra pero no fue posible, detrás, a pocos pasos, pegado a ella iba el maldito Yawar con su arma en la mano. El me miró con furia, ella lo hizo suplicante, tal vez fue mi imaginación febril pero me pareció ver una gota de rocío en sus ojos, como aquella vez primera en que juró ser mía por siempre, cuando me pidió que tuviese cuidado... que fuera despacio.

Temprano, por la mañana, me dirigí al taller de los alfareros y al moldear el leño como me enseñara el padre de mi padre para darle forma al kero que debería estar listo para el día de mi decisión final, me sentí Cuchuna. Llevaba puesta la camisa de lana de alpaca que mi madre me obsequió durante la cacharpaya pasada, el nudo de la faja que llevaba en la cintura apretaba tanto que casi no podía respirar pero no hice nada para evitarlo, deseaba sentir el dolor que me mantenía vivo y quería vivir para mi venganza. Pregunté una vez mas al más antiguo Camayoc sobre la verdad del misterio que ahogaba mi espíritu acostumbrado a las libertades de estas tierras; entonces creo que recién lo supe. Mayta Cápac había reducido el Hatún Pacasa y Caquiavire, como el viento corrió la noticia de lo clemente que era el Inca con los vencidos, dijeron que sin muchas batallas se le sometían grandes provincias, ricas en ganado y de bravos hombres que llamaban Cauquicura, Mallama y Huarina. Sus caciques recibieron orden de atravesar la cordillera nevada hacia el poniente y luego de treinta leguas por tierras despobladas, debían venir aquí, a conquistar el Ayllu, mi Ayllu de nombre Cuchuna.

Por más de cincuenta días cercaron el Apu Baúl en donde hicimos resistencia los hombres, las mujeres y los hijos de los hijos. En las faldas construimos con ahínco percas de piedra una tras otra hasta completar cinco para evitar el sometimiento al intruso. Nos ofrecían paz y amistad que no buscábamos, el hambre que laceraba la boca del estómago lo soportamos con buen ánimo pero los niños y los muchachos que no podían sufrirlo se iban al campo en busca de yerbas y muchos se acercaron incluso al enemigo consintiendo sus padres en ello con tristeza para no verlos morir de hambre.

Los guerreros enemigos los acogían con afabilidad, les dieron de comer y algo para que trajeran a sus padres con un mensaje: el Inca melancólico no conquistaba tierras para tiranizarlas sino para hacer el bien a sus moradores como se lo mandaba su padre el sol. También dieron dádivas y vestidos para los principales lo cual indujo a su rendición a pesar de mi protesta.

¿Cómo es posible que entreguemos el Apu Baúl, Omo, el Yaral, Huaracane, las tierras, sus frutos, las colcas, los reservorios de agua, los extensos cultivos de Ccamata, de Torata, de los Sameguas, y las cuyerías de Estuquiña sin ofrendar la vida? ¿Acaso no era mejor la muerte?

¡Tantos años de trabajo y de conquistas terminaban sólo en cincuenta días!

¡No tienes voz porque no tienes hijos, tú no sufres por los nuestros! ¡Además tu corazón herido habla por ti y eso te descalifica, Nayrawara ha nublado tus sentidos y tu entendimiento pero ese no es problema nuestro, aquí y ahora debemos resolver un problema que es de todos, estamos intentando decidir que hacer con nuestros keros de ofrenda, como dejar nuestras casas, la primera opción presentada es prenderle fuego a todo incluyendo la tuya, sería mejor que ayudes! Me dijeron los mayores a un extremo de las viviendas construidas en la cabecera del Apu. La rendición fue adoptada en contra de mi opinión y a pesar de mis reclamos desesperados pues sabía que junto a esa concesión perdería también a la luz de mi existencia.

Al poco tiempo el tal Yawar y los caciques cusqueños pidieron al Inca les envíe gente para poblar el valle Cuchuna cuyas tierras eran fértiles y capaces de tener más población de la que albergaba. Llegaron por eso grupos de familias con sus mujeres e hijos y todo parecía que iba bien hasta que mi prenda fue prendada por el guerrero que debía morir.

Mordí un trozo de humita dulce que había preparado al rescoldo del fogón la noche anterior. Su sabor a maíz tierno me devolvió la fe y me dio ánimo para seguir subiendo, de regreso al Apu confidente de mi tristeza.
El sorbo de chicha con el fermento de la jora familiar que sólo mi madre sabía preparar de esa manera renovó mis esperanzas y fortaleció paso a paso el último tramo antes de la cima. Me pegué a la montaña y avancé con cuidado, doble en el recodo que ponía a prueba mi decisión, evité mirar el borde del abismo pero sentí el peso de la enorme piedra sobre mi cabeza en esta parte del camino. Tomé el desvío hacia la derecha y me encontré con la boca de la roca madre, abierta para rendirle culto, para el rito que le debíamos todos y cada uno de los habitantes de estos pagos, abajo vi las pequeñas aldeas de Tumilaca, Yacango y de los Capangos aquí supe que no podía ya retroceder, era indispensable terminar con este sufrimiento, era vital terminar lo que había empezado.

Saqué la tabla de rapé, el inhalador de hueso construido con mis propias manos y tallado con pequeños círculos y figuras geométricas como me enseñaron mis abuelos tiahuanaku; mientras masticaba las hojas de coca hasta obtener la bola de pasta justa para quitarme el cansancio, coloqué a un costado mis hojotas hechas con cuero de lobo marino, el kero de chicha, el cuenco que cambié en trueque con aquel comerciante Chiribaya que venía del lado del mar; el meqlla con las hojas de coca escogidas especialmente para el rito, y por último el muñeco de trapo que tenia nombre propio y que trabajé a escondidas durante dos noches; junto a él, siete espinas de cactus... siete yaros.

La iru seca prendió casi al instante al frotar el pedernal, bebí un cuenco rayado de chicha, arrojé un puñado de hojas de coca para que el viento sagrado del Apu me dijera qué y cómo hacer para liberar el corazón de mi amada, prisionero por aquel guerrero intruso que apareció de la nada. Recogí las tres mejores hojas que aparecían montadas una sobre otra, aquellas que quedaron las tiré al fuego para avivar la llama que me permitiría leer el mejor mensaje que vine a buscar.
Con las dos manos juntas levanté al cielo siempre azul la ofrenda, tres hojas de coca, unidas en la parte inferior y abiertas en sus extremos, temblaba por la emoción y por el rencor que comía de mi pecho, respiraba con dificultad pero pedí lo que vine a pedir y grité... grité al Apu brujo el motivo de mi desesperanza :
¡¡Devuélveme la vida,
aleja y castiga al Intruso que jugó con mi iluso amor;
permite que Nayrawara acompañe mi conversa nocturna,
deja que fertilice su vientre con el gen Cuchuna
de mis recuerdos ancestrales;
permite que a la luz del alba una vez más sea mía,
regálame como ayer su perfume a diamela en botón
y hazme feliz en el fondo de sus ojos;
te lo pido en el nombre de mi apuski kusa,
ayúdame a terminar con él
y enriquece mis sentidos!!

En seguida, despacio, con esa calma que nos brinda la furia contenida sustentada en la esperanza, hundí los siete yaros en el muñeco de trapo que tenía el mismo nombre del guerrero intruso.

En los ojos para que no vea más la mirada dulce de mi amada,
en los brazos para que no la aprisione nuevamente cuando estén a solas,
en la boca para que no sienta el sabor de sus besos,
en la cabeza para que no la piense más después de muerto.
Y por último el corazón, ese corazón maldito que tal vez latió fuerte disfrutando junto al suyo... dejé sus extremidades inferiores libres, no las toque para que tenga con que arrastrar su humanidad Inca en la oscuridad de la muerte. Unicamente para que sufra como sufro yo.

Cuanto tiempo pasó no lo se. El inhalador de hueso tembló en mis manos, otro cuenco rayado de chicha refrescó mi garganta seca por el esfuerzo; el fuego se había consumido y cuando recobre el sentido me encontré sólo, muy sólo en la boca abierta de la montaña mágica que había dado respuesta a mis inquietudes. Entonces, en vez de la onda pena que acompañaba mi súplica, se instaló en mi alma la más fría decisión para darle fin a este dolor profundo.
¡Por fin supe lo que tenía que hacer! ¡El Apu me había respondido!

Bajé, acompañado por una renovada obsesión; camino a casa tomé el desvío al pago de Chen Chen, me ubiqué en la ladera del pequeño cerro que mira hacia donde sale el sol y trabajé con ahínco la figura de las llamas que cazamos en el chaku de la reciente faena. Con calma, sin apuro diseñé cada forma, limpié el interior de las figuras con mis propias manos sin sentir siquiera las heridas que fueron abiertas por el filo de las pequeñas piedras erizadas por el intenso calor del día y el contraste de las frías noches. La sal de mi sudor y de mis lágrimas que brotaban solas en homenaje a Nayrawara fijaron cada pisqa del suelo trabajado. Tres lunas habían florecido cuando miré mi obra concluida. El reflejo dorado de este nuevo atardecer reveló mi primera sonrisa después de tantos soles que no termino de contar.

Mi promesa al Apu Baúl había sido cumplida, entonces bajé al llano, tomé un puñado de aquella hierba oscura que en el desvarío de mis confesiones vi con nitidez, llené lo más que pude el meqlla que colgaba de mi costado y apuré el paso. Una vez instalado trituré las hojas y el tallo en el mortero de piedra hasta obtener el denso jugo que necesitaba para mi propósito, retirando la pasta vegetal poco a poco, agregué licor de moras para aromatizar el sabor; cada cierto tiempo depositaba el líquido en aquel kero de madera coronado por el personaje con incrustaciones de turquesa y su gorro de cuatro puntas que guardaba con celo en espera de esta ocasión, el mismo que había trabajado en el taller de los alfareros.

Siempre supe que serviría para una ceremonia especial y había llegado el momento. Esa misma noche busque a Nayrawara; ella recelosa respondió a mi insistente llamado sin abrir del todo la puerta; la mire con profunda nostalgia, nostalgia de sus tiernos besos, de sus ojos dulces como la miel, de su cuerpo desnudo, terso y tibio junto al mío. La miré, con vergüenza rehuyó mi mirada sin pensar en el dolor que me causaba, con pesar me sobrepuse, tomé valor, respire profundo y le pedí que hiciera llegar mi mensaje al tal Yawar:

¡Quiero paz con él y lo convido a beber el licor de moras que preparo yo mismo y que tú conoces, llevaré mi tabla de rapé, los instaladores y dos meqllas del polvo mágico. Al ocultarse el sol estaré en Estuquiña, comeremos cuy frito, Dile que lo espero!

Llegó puntual, en un principio se mostró desconfiado pero a la vez desafiante; mordí mi rencor y lo saludé con la paz en la rodilla derecha, ritual de grande valor para los Incas y según dijeron de suma estimación para los vasallos, porque no era lícito tocarlos a menos que fuesen de sangre real.

La tabla de rapé circuló tantas veces como pudimos hasta terminar el polvo mágico. Habló de su río sagrado al que llamaban Hatun Mayu, de un lugar hermoso y rico en productos agrícolas de nombre Pisac comparable según dijo con nuestro Q’amata por la cantidad de sus andenes de cultivo; habló de Sayri Tupaq, un Palacio construido en ofrenda al hijo de Wayna Qhapaq Inca; de un joven cerro y de un cerro viejo, Huayna Picchu y Machu Picchu, sin comparación a lo largo y ancho del imperio según dijo. Escuché con calma controlada, con un calor intenso en el corazón, con el silencio que presagia la muerte…

¡Añay, sabroso cuy! Lo escuché como en la distancia.

Me levanté aturdido por tantos sentimientos encontrados, había llegado el momento y traje los dos qeros de leño con el brindis de la paz y de la amistad que había preparado cuidadosamente; uno coronado con un lagarto de incrustaciones turquesa cuya cabeza sobresalía al borde para mi, el otro con el cacique que lleva el gorro de cuatro puntas y el brebaje de mis sueños para él.

¡Salud!

Bebimos al mismo tiempo hasta terminar el líquido que me devolvería la esperanza.
Debo regresar, el camino es largo, me dijo. ¡Paqarin kama!
Lo vi perderse con la noche. No le respondí, no podía, tenia un nudo en la garganta.

No pegué los ojos durante toda la noche para no perder de vista el brillo de tantas waras en el firmamento como esperanzas alumbraban mi alma vacía de amor, por un instante, allá arriba vi su rostro bruno, tierno, sonriente; escuché su voz pronunciando mi nombre cual si fuese ayer cuando era mía, y en su piel húmeda aprendía a ver un mundo distinto, tanto, que no me importaba invocar una alianza con la muerte.

Temprano por la mañana lo encontraron muerto, pero juro por todos los dioses que no puedo entender ni comprenderé nunca cómo es que ella había llegado a su lado, mi prenda querida, la mirada perdida en el cielo azul.

¡No pudo vivir sin él! dijeron muchos y ninguno.
¡Tomó del mismo veneno blando que al parecer acabó con el guerrero Inca y partieron juntos!
Lloré con el sol y lloré con la luna, sufrí como no sufrió nadie jamás en el mau’ka pacha, en la tierra de mis padres Tihuanaku, ni mis parientes Wari que vinieron del otro lado de las montañas.
Ni los Gentllar, ni los Chiribaya junto al mar.

El Inca Mayta Qhapac mandó quemar mi casa y la de ella sembrando cascajo de piedra para que quedaran desiertas por siempre, mandó arrancar los árboles que habíamos plantado alguna vez juntos, cuando todo era felicidad. Quemaron sus cuerpos para borrar de la memoria Cuchuna sus nombres que jamás olvidaré.

Y para mal de mis males, a pesar de que tomé el veneno blando una y otra vez yo estoy aún aquí, feísimo albarazado, ahoverado de prieto y blanco, con la oscuridad eterna en mis ojos, inhabilitado en mis sentidos y de mis brazos, atontado de mi juicio, con un sólo recuerdo que come de mi alma, arrastrando mi miseria por las callejas de los Sameguas, de los Capangos y de los Yacangos.

Mientras un grupo de niños alborotados y a gritos me alejan de sus casas de mojinetes lanzándome piedras, al borde del Moquingoa, yo intento con desesperación una y otra vez arrastrarme a la cima del Apu Baúl para pedirle que de fin a esta infinita locura.

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