por Darwin Bedoya
Giovanni Barletti (Moquegua, 1988), luego de obtener el Premio del Primer Concurso Latinoamericano de Narrativa de Género Aburrido 2013 (Organizado por la editorial independiente boliviana Género Aburrido), ha sacado a luz su cuentario La casa amarilla (Editorial Género aburrido, Colección sietemesinos, 72 pp. 2013), un libro cargado de memorias y autorretratos. Un libro construido con palabras sencillas pero muy seleccionadas, que invita al diálogo y engrandece el lenguaje de la familiaridad. La narrativa de Barletti –como él mismo–, se llena de memoria, sabiduría y compromiso con la vida y ese derrame absoluto de imaginación implicada con el lenguaje y las transgresiones de existencia necesarias para la creación de un mundo propio y emocionante. La casa amarilla –cuyo título remite, a modo de homenaje, a uno de los mejores libros de poesía escrito dentro de la vanguardia peruana por el joven Martín Adán y, de otro lado, también alude a la casa amarilla en la que viviera el retratista tocado por Dios, aquel divino loco amigo de Gauguin: Van Gogh–, es un libro fundamentalmente melancólico, no solo por ese lenguaje que colinda con la prosa poética, sino también por las fotografías escritas que hacen ver a una ciudad que es una y múltiple; real e imaginaria; de la memoria más que del presente; una ciudad, en fin, que es, o aspira ser, todas las ciudades; varios escenarios que en el fondo son uno mismo: Moquegua. En esta casa hay muchas formas en las que uno podría ordenar y presentar la vida, tal vez como alguna vez lo hubieran hecho un Woody Allen, un Quentin Tarantino, un Ingmar Bergman, un Orson Welles, un Emir Kusturica o un Martin Scorsese en alguna película. Y es que los cuentos de esta casa tienen bastante de ese aire descriptivo, tanto en los acontecimientos como en las vivencias de los protagonistas. Tanto en el muestrario de escenarios como en las escenas sutilmente elaboradas. Cada cuento tiene un toque discreto de melancolía, una historia que desborda a la razón e irrumpe en las palpitaciones. Entonces estamos frente a una casa como materia de creación literaria o cinematográfica que tiene todos los componentes para ser un material de primera calidad: es maleable, polisémico, interpretable, nostálgico, simbólico, etc. Las casas tienen una parte tangible, hecha de paredes, muros, columnas y objetos, y otra intangible, hecha de vivencias y sentimientos, es decir de huecos desde los cuales podemos explorar. Y lo más interesante es que si unimos la parte tangible con la intangible, los muros y los huecos, en cada una de nuestras casas, conseguiremos –más allá de una identificación personal o de pertenencia–, una definición de cada uno de nosotros mismos. En La casa amarilla encontramos una edificación verbal narrada con un lenguaje poseedor de los signos de la poesía. En esta morada viven personajes que empiezan a aparecer al más leve sonido de las palabras. Son personajes de carne y hueso que hacen viajes de los que muchas veces es poco posible retornar o que siempre se está retornando. Estos cuentos breves, escritos desde una mirada contemplativa, entre el amor, la nostalgia y la memoria, con un deliberado tono conversacional y autobiográfico, Barletti vendría a establecer que lo local, como afirmara Dewey, es «lo único universal». Escribir sobre lo que conocemos y que alguna vez fue muy nuestro. Escribir sobre el entorno y los lugares que nos han visto vivir y crecer. La casa amarilla no es un libro sobre espacios deshabitados. Tal vez sea todo lo contrario. Es una aproximación a un estado de cierta soledad compartida, donde la geografía, inmóvil y dinámica al mismo tiempo, activa la memoria hasta en los recovecos más impensados. A partir de estos diez cuentos, el autor reinterpreta su experiencia personal y los seres que han coexistido en ese trayecto. Personas reales o irreales, cuya sombra siempre vuelve. Si para Pessoa el ser humano era una confederación de almas, en la casa de Barletti se trata, más bien, de una coalición de lugares, de emplazamientos diversos que definen el carácter y las sensibilidades de quien se encuentra en ellos. La casa para muchos es, en definitiva, el lugar de la escritura cuando intenta ordenar aquellos espacios, ya ficticios o reales, por los que trascurre lentamente una vida en múltiples estados de ánimo que al final resultan ser la misma condición humana. La vida es una larga pregunta sin respuesta, nos dijo Paz, y La casa amarilla es la manifestación pulcra y la aceptación mesurada de que la condena de vivir es asumir la incertidumbre, saberse fragmentados desde el inicio. No busca Barletti su lugar en el mundo, sino el lugar que él quiso haber ocupado en el mundo del otro y que, al nombrarlo, alcanza esa única manifestación de su ser: ser oído en el fluir que lo contiene. Dos mundos se entrelazan: el del yo, íntimo y subjetivo, que se revela en cuentos como el que le da el título a la colección y los dos últimos: Recuerdos imperfectos y Tarde de poeta, pero, sobre todo en No había nadie en casa, son textos que se centran en el exterior, en la nostalgia y en la revisitación a los lugares de siempre, de la vida que, desde lo narrativo, hablan con cierta ironía de lo que más duele, aquello de lo que el ser humano no puede desligarse y sin embargo no puede abrazar en la eternidad. De otro lado, también está ese mundo al que no hemos podido acceder debido a que la única cartografía existente no está en nuestras manos. En La casa amarilla los relatos son polifónicos, son coros de voces antiguas, fotografías en sepia, retazos de un tiempo que transitó en su mejor momento, pero que no se ha podido olvidar y que ahora nos hablan, nos dicen que están aquí. Este es un texto vivo que se abre camino a través del desierto entre las generaciones. En La casa amarilla Barletti da de beber a las palabras, a los personajes, a las historias; las embebe, las empapa con la sangre de sus propias heridas, y es que en eso consiste escribir un cuento considerable, exactamente como los que hay en La casa amarilla.
Juliaca, febrero de 2014
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