“Y es
que son cosas de la vida, son cosas de tu historia.”
Porta
—
Invita algo de comer pues, Java.
—
En la cocina hay lomito del almuerzo, sírvete
nomas.
—
¡Uy carajo, la olla está llena! ¿tienes un
plato hondo?
—
Busca pe’ huevón. Todo quieres también.
Y así fue como —al abrir la
puertecilla de su fina estantería— di con aquel plato transparente. Lo quedé
mirando pensativo, lo tomé, y al tenerlo en mis manos no pude creerlo. Era, en
efecto, aquel plato de hace casi quince años. En un instante me perdí en el
tiempo y de repente me encontraba en ese mismo lugar, pero en aquella tarde de
agosto. Y era el cumpleaños de Javier.
Horas antes mi mamá me
alisaba con gran esfuerzo el cabello ondeado. Tarea inútil: mi pelo era tan
inquieto como yo mismo. Tenía puesto un jean nuevecito y un polo recién
planchado. Yo me veía en el espejo al tiempo que observaba a mi madre mirando
el reloj.
—
Donde está tu padre que no trae el regalo. Si
no llega en quince minutos nos vamos.
—
Pero mamá, ¿y el regalo? No podré entrar a la
fiesta sin regalo.
—
No te preocupes hijo, no es necesario.
—
Si lo es, mamá. Todos llevarán uno. Marlon
dijo que le compró un auto de carreras a control remoto; Andy nos enseñó ayer
un paquete de soldaditos y Gian Piero dijo que su papá traerá de Arequipa una
pista de carreras de Hot Wells, ¡De Hot Weels, mamá!
—
Hay hijo, tú no te preocupes. Ya veremos qué
le regalamos.
El tiempo pasó, y papá —como
siempre durante mi infancia— nunca llegó. Yo insistí hasta el final, pero ya
eran casi las cinco y mamá hizo lo que nunca pude olvidar. Tomó un plato de Coca Cola que en casa nunca faltaban y
me lo entregó.
—
Para que me das un plato, mamá —le pregunté
inocente.
—
¿Cómo que para qué? Para tu amigo pues, hijo.
—
Mamá ¿Qué haces? ¿cómo voy a llevar un plato?
—
No hay otra cosa, hijo. Además está nuevo, lo
envolvemos en papel de regalo y ya.
—
¡Nooooo mamá! ¿Estás loca? ¡Todos se reirán
de mí!
—
Nadie se reirá de ti. Ni cuenta se van a dar.
Y así, entre peros y
rascándome la cabeza llegué hasta la puerta de la casa inmensa de mi amigo. Él
vivía en la urbanización más ficha de Moquegua, y aunque yo vivía en un aceptable
cercado igual él tenía un enorme jardín en donde una parrilla calentaba y
desprendía un aroma exquisito.
Estaba pensando esconder el
plato, tirarlo entre los arbustos y no entregarle a mi amigo aquel extraño
obsequio. Pero en ese preciso instante la puerta se abrió. Y para mi sorpresa
todos mis amigos salieron a ver quién era, y qué traía.
—
¡Es René, mamá! —gritó Javier cuando me vio.
Se escuchó un fuerte hazlo entrar y en
ese momento Javier reparó en mis manos, que traían temblorosas esa extraña
envoltura de papel brillante.
—
¿Es mi regalo? ¡Haber! —me dijo y me lo quitó
de las manos. Sentí que ya se apresuraba a abrirlo. Pero no fue necesario, sólo
con tocarlo me miró extrañado y me preguntó ¿qué
es?
—
Es un plato de Coca Cola —dije y al instante todos los demás me abuchearon con un
fuerte buuuu, y se dieron vuelta de
nuevo al interior de la casa. Yo miré
a mi amigo e intenté sonreír. Pero de seguro el resultado fue una cara
suplicante que Javier entendió bien. Porque sólo me dijo:
—
Pasa, pasa…
Poco tiempo pasó para que yo
olvide aquel detalle, pues al entrar a la sala de mi amigo un espectáculo de
juegos se abría en medio del lugar. Había soldaditos por todas partes,
mezclados con caramelos, pica pica y algunos globos que saltaron por todos
lados cuando mis amigos volvieron a tirarse al suelo a seguir jugando. Al
parecer en esos momentos estaba siendo armada la atracción general, la cual se
erguía en medio de la sala devastando a los demás juguetes: una pista gigante
de Hot Weels. Toda la fiesta giraba en ese momento en torno a la hermosa pista
de color azul con carros originales y con todas sus señalizaciones en full
color. Si alguno de los presentes no se encontraba luchando con los demás para
poder colocar alguna pieza, formaba parte de los que se confomarban con alentar
y supervisar la construcción, modificando a cada nada con críticas y jaloneos su
buena arquitectura. Sólo Javier se quedó parado junto a mi, observando aquel
desordenado show y sosteniendo aún mi insignificante obsequio. Sin dudar más
comenzó a abrirlo y yo pensé que sería una total pérdida de tiempo. Pero para
mi sorpresa él lo puso contra la luz y, usándolo para mirarme a través de el,
exclamó ¡está paja!
—
Es el peor regalo ―le aclaré― discúlpame
Javicho. Mis viejos…
—
Ya vamos a comer en un toque ―me interrumpió―,
lo usaré para mi solito.
Luego de eso me lo aplastó
contra el pecho y corrió al medio de la sala, y de un empujón arrimó a Marlon a
un costado, cogió un autito, y lo puso con tal fuerza en la cima de la vuelta al mundo, que la pista de
carros, armada de la mas extraña de las maneras, se tambaleó y en un instante,
toda se vino abajo. Todos dijeron ¡uhhhh!
Al tiempo que se llevaban las manos a la cabeza, lamentando la tragedia.
Me dirigí a la cocina con el
plato en la mano y en ella su mamá ―a la que yo veía como toda una señora de
sociedad, amable y bondadosa― lo colocó en una fina estantería, encima de otros
muchos platos blancos de fina loza, y sin mas miramientos continuó batiendo
lentamente una olla que olía a gelatina de fresa.
Regrese decaído a la sala.
Todos habían emprendido una nueva construcción, esta vez más organizada, pues
Andy iba dictando las instrucciones del manual. En un rincón temblaba una
pirámide de envolturas de papel de regalo, en la cima de la cual yo coloqué la
que Javier había tirado al suelo al abrir mi obsequio, tal vez el único de la
fiesta con el que no se podía jugar.
Ese día, tal como dijo mamá,
no interesó mi regalo. Casi nadie se percató del hecho, o al menos yo no lo
volví a notar, pues los juegos y la felicidad de mis amigos me distrajeron la
mayoría del tiempo, hasta poco después de la secundaria. Tampoco recuerdo muy
bien lo que siguió. Pero es de hecho que se vino una atorada con anticuchos de
corazón de pollo, carne y caparinas que el papá de Javier preparaba en todas
sus fiestas, alardeando en todo momento de su habilidad con la parrilla, y de
su deliciosa sazón arequipeña.
Guardaba esos recuerdos y ni
me había dado cuenta. Todo salió a flote ahora que tengo nuevamente ése plato
entre mis manos. Han pasado quince años y de seguro los carros, soldados y
pistas de carrera se perdieron y no existen ya. Pero aquel plato, aquel mísero
e improvisado obsequio transparente, evidencia de aquel extraño día de mi vida,
estaba ahí. El peor de los regalos terminó durando para siempre, al final ni el
tiempo había podido devastarlo.
Hoy pienso en mamá y le
agradezco por aquella tarde. No solo me enseñó a no sentir vergüenza por
ninguna cosa. Sino que ahora, después de tantos años, también me enseñaba el
valor simbólico que tiene la amistad, más allá de los caros obsequios.
Junio 2014.