(por René J. Coayla)
"Nunca sabes lo que tienes, hasta que lo pierdes"
Antes de comenzar, quiero aclarar algo: nada es cierto.
Esa noche traía como siempre varios tragos de más. Me senté frente a la laptop y comencé la bendita tesis maldiciendo a Mariátegui y el día que decidí hacerla de su "Vida, Obra y su influencia en el siglo XXI". Miré a mi izquierda y observé ese afiche en la pared, que me dieron en uno de los eventos de su vida a los que asistí. En el papel, él, con su irónica mirada profunda y misteriosa, parecía burlarse de mi.
Luego de varias horas de transcribir notas y de agregar bibliografías acerca de autores e historiadores sobre el amauta, mi cansancio me llevó a cerrar la lap y salir al bar.
En donde siempre suelo beber encontré a dos chicas de mi edad sentadas en mi mesa (es que yo tengo mi mesa preferida en cualquier lugar). Una hablaba en inglés. Me acerqué saludando y reclamando mi lugar, aprovechando que soy un eximio traductor nos reímos, coqueteamos, y terminé llevando a la rubia hasta mi pequeño muladar que hacía las veces de habitación, estudio, cocina y casi, casi baño.
Mientras la hacía gritar, gemir y maldecir en ese lindo idioma. Me percaté que su mirada, a parte de ser totalmente azul, no dejaba de ser atraída por algo en mi pared. Al terminar y mientras se cambiaba, la vi tocar el dichoso afiche y susurrar this picture looks very real, dont you think?
Al verla salir, y ya más tranquilo después del sexo. Me quedé observando el cuadro. Esa mirada... se veía tan real. La gringa tiene razón, me reí.
A la mañana siguiente intenté levantarme temprano, y cambiarme para ir un rato a la playa. Muy a mi costumbre, empecé a cambiarme desde abajo, y mientras buscaba un par de medias para ponerme grande fue mi sorpresa al ver que, a todas, absolutamente a todas mis medias les faltaba el otro par.
¡Que carajos, gringa de mierda! fue lo primero que pensé. ¿Es que ya no se puede confiar ni en los turistas, concha su mare? Pero luego medité y resolví que en ningún momento me dormí, ni la noté interesada en nada de mi desordenada habitación. Era ilógico pensar que la sexy rubia hubiese robado cada par de mis medias. No hubiera tenido el tiempo, y era totalmente absurdo.
Llegué a Ilo al medio día con las medias disparejas, manejando mi motocicleta recorrí un par de lugares. Me senté a fumar frente al mar. Luego fui a nadar a una playa cercana con algunos amigos y bebí sólo un par de cervezas (es que tenía que manejar la media hora de regreso). Y por la noche ya en mi cuarto, nuevamente alcoholizado me senté frente a la computadora...
Así transcurría mi verano, mórbido de alcohol por las noches, relajando las mañanas con algo de sol y playa, manejando la moto de aquí a allá y terminando a pasos avanzados mi dichosa tesis. Tenía la meta de acabarla antes de que acabe la estación. Pero...
Tuve una horrible pesadilla una de esas noches. Desperté irritado, sin entender por qué al difunto y enterrado José Carlos Mariátegui, la fuente inspiradora de mi tesis, a quien yo, voluntariamente rendía homenaje tomándome tiempo de mi valiosa vida escribiendo sobre la suya, se le ocurrió visitarme en sueños.
Apareció mientras yo caminaba por un sendero luminoso, tomó mi hombro y al voltear estaba ahí, de pie frente a mi. Con su terno negro y su mirada raída. Al verlo a mi altura, lo primero que pensé fue ¿no que eras inválido?
―Tu, incauto, ten cuidado, todo lo que escribes sobre mi sin tomarme importancia. Puede que tu vida no se parezca en nada a la mía. Puede que te diviertas tanto a costa mía. Puede que tu generación ya no necesite mis consejos. Pero tu... tu pagarás por todo eso. Y para que te quede claro. Muy pronto estaremos parejos. ―fue todo lo que dijo. Luego desapareció y me desperté.
Fue tan extraño ése sueño, tan lleno de misterio, que hasta me pareció divertido. Pasé el día sin pensar en eso y, al llegar la noche, nuevamente después de una buena dosis de whisky y de escribir y transcribir la dichosa tesis. Caí dormido. E increíblemente, de manera inopinada, tuve el mismo sueño, en donde él me enfrentaba, ésta vez más molesto.
―Tu absoluta falta de respeto me irrita. Tu alegría la detesto. Insensato... Pero pronto estaremos parejos, ya verás... pronto estaré más a "tu altura"...
Comencé a pensar que tal vez dedicar tanto tiempo a escribir sobre alguien me estaba haciendo mal. En fin. Decidí no darle importancia a un sueño repetido. Y resolví ir a la playa esa misma mañana. Nuevamente, al cambiarme no encontré ningún par de medias. Ya eran varios días sin encontrar uno sólo de mis pares de medias, y eso también me tenía consternado. Es decir, tenía medias, pero a ninguna le correspondía su par. Y así no me servían de nada.
Sin medias (o bueno lo acepto usando pares disparejos toda esa semana), llegué a casa por la noche decidido a encontrar los pares perdidos. Busqué tanto que al final terminé ordenando mi habitación. Luego de cuatro horas de sudor y esfuerzo, mi cuarto parecía un lugar habitable.
Pero sin rastro de los pares de medias faltantes. Todo era muy extraño.
La noche siguiente, encontré a la amiga de la rubia en el bar. Estaba sola. Me acerqué con un hi pretty pero ella sabiamente me dijo "yo soy peruana". Estuvimos conversando largo rato. Y en un momento dado le pregunté por la rubia. Y si tal vez ella no le habría contado si me jugó alguna broma, o si tenía malas costumbres. Cualquier cosa. Quería, necesitaba saber la verdad sobre mis medias. Ya estaba cansado de tener que ocultar mis tobillos de dos colores.
La rubia extranjera se había marchado un día antes. Al final, acabé llevando a mi compatriota a mi habitación. Luego de desnudarla y besar cada parte de su cuerpo mientras le vertía alcohol y me lo bebía de su piel, y luego de que me montara como una loca, nos recostamos y le conté todo. Mi tesis, mis pesadillas extrañas, el hecho de mis pares de media perdidos, y hasta le enseñe que las medias que traía, en efecto, eran de colores distintos. Ella no me dijo nada, solo se quedó mirando el afiche. Y al poco rato se marchó.
Esa misma noche, mientras dormía tranquilamente luego de la rica montadera, me sucedió la pesadilla mas extraña que alguien podría tener: en la oscuridad de la noche estaba yo mismo durmiendo en mi habitación, y en medio del silencio, escuché claramente el sonido del cajón de mis medias, abriéndose lentamente...
Aún en sueños, ése hecho me sorprendió y alarmó en tal grado que abrí los ojos rápidamente y levante la cabeza para ver bien. Todo estaba semi oscuro pero vi, vi claramente, y no estoy loco, por más que los doctores y enfermeras me traten como tal, puedo jurar que vi claramente a un hombre de negro escondiéndose tras el armario. Dejando el cajón de mis medias semiabierto. Me desperté completamente, me paré y prendí la luz, revisé el armario, pero estaba tan pegado a la pared que era tonto pensar que alguien podría estar detrás. Revisé la habitación y hasta bajo la cama. Pero no había nadie. Yo estaba sólo. Pero antes de apagar la luz y volver a dormir noté algo aterrador: el cajón de mis medias seguí ahí, semiabierto. Y justo en donde me había parecido ver al hombre de negro, estaba el afiche de Mariátegui.
Creí entender. A lo mejor desde mi cama y somnoliento la figura del Amauta me había parecido una sombra real. En fin, con la mente cansada de tanto pensar, e intranquilo, me recosté a seguir durmiendo.
Pero no dormí nada por algunas horas, pues no dejaba de pensar y pensar. Luego de ese sueño todo resultaba tan extraño. Intentaba buscar una relación entre Mariátegui y mis medias. Pero no la hallaba. Al final, abatido por el cansancio del puro pensamiento, me dormí, ¿y adivinen que? ¡Si! Nuevamente se me presentó.
Se reía, y me miraba con sorna. Mientras me daba golpecitos en el hombro con su bastón me decía:
― Tu te atreves a escribir sobre mi, y crees saberlo todo. Pero te olvidas de algo elemental. Me dejas en ridículo. Te olvidas de algo importante para mí. Pero ya verás... pronto estaremos parejos...
Fue todo. Nuevamente el mismo sueño. La misma amenaza. El mismo rumor de algo que no entendía. La misma terrible sensación de quien no comprende algo importante. Asolado por la duda de saber qué era lo que olvidaba que tenía tan molesto al difunto amauta dejé de ir a la playa en las mañanas, pasaba horas recostado mirando ese afiche. Hasta que decidí llevarlo a enmarcar para convertirlo en cuadro. En las noches dejé de ir al bar, pero a cambio doblé mi dosis de alcohol en la habitación. Tomaba mucho más, para tratar de pensar mucho menos. Pero lo que conseguía era el efecto inverso. Mientras más embriagado me sentía, más pensaba... más me afectaba, más tormento encontraba al dormir y ver a Mariátegui molesto conmigo, sonriendo mientras soltaba sus amenazas, en una constante muestra de ironía y clamor de venganza...
La semana siguiente decidí ir al psicólogo.
Le conté al experto de mis pesadillas, de mis medias perdidas, de mi tesis sobre Mariátegui, y del hecho de que me estaba volviendo terriblemente loco al intentar relacionar todo.
Pero, muy a su estilo, el doctor me calmó diciendo que era natural, todo era natural para él. Me indicó que descansara... (es que no se daba cuenta que no podía). Pero me entregó una receta de calmantes que compré en la primera farmacia que encontré manejando la moto.
En fin, esa noche me sentí tranquilo como para tomar un ron antes de dormir. Fui al bar y ¡sí! ahí estaba mi amiga, mi tranquila compatriota, leyendo un libro azul. Con dos vasos y una botella entera del licor caramelo me senté a su lado, y serví.
Tomamos sin conversar. Bueno, siempre fui muy respetuoso con los lectores. Y ella leía y tomaba en silencio. Se le veía hermosa moviendo los ojos de izquierda a derecha, leyendo presurosa ese libro "Sidharta" de Hermann Hesse. El cual yo jamás leería porque soy cien por ciento ateo.
Al finalizar su lectura, y luego de constatar que yo no estaba lo suficientemente ebrio, me pidió que la llevara a dar un paseo en mi moto. Desde luego fuimos a varios lugares hermosos que yo conocía muy bien. Desde donde Moquegua se veía sencillamente hermosa. Miradores secretos a los que solo un moticiclista experto y atrevido como yo sabría llegar. En uno de esos, el más secreto. Hicimos el amor mirando las estrellas, apoyados en la moto.
Le pedí que me acompañara a casa (no quería aceptar que no quería dormir sólo). Y cuando llegamos ella lo primero que notó fue que había mandado a enmarcar el afiche que ahora se veía mucho mas elegante tras un vidrio y en un cuadro. También notó el cambio de orden. Así que comencé a contarle todo de nuevo. Mis pesadillas, la pérdida consecutiva de los pares de mis medias, mis primeras sospechas de la gringa que luego deseché, el extraño y misterioso Mariátegui que me amenazaba constantemente en sueños. Y mi visita al psicólogo. Ella se sorprendió.
― Creo que todo está muy claro y evidente ¿no crees? ― dijo.
La miré atentamente por varios segundos, sorprendido.
― ¿A que te refieres? ¿tu entiendes todo esto?
― Hay tonto, lo que pasa es que mucho tomas y por eso te dan pesadillas. Es lógico. Yo cuando como mucho y luego me duermo también tengo pesadillas. Y también pasan cuando te acuestas con la mano en el pecho... ¡Hay tantos motivos!
― Pero ¿y Mariátegui en todos? ¿todos repetidos? ¿todos con la misma amenaza? ¿todos con el mismo malintencionado motivo de atormentarme? ¡no lo creo!
Entonces ella mencionó algo que cambió el rumbo por completo.
― Bueno, está bien que Mariátegui no haya tenido una pierna... pero ése no es motivo suficiente para...
― ¿Qué dijiste?
― Que es imposible que...
― ¿No tenía una pierna? ¿No la tenía?
― No, ¿no sabías?
Sin decir más, me puse unos jeans y una polera y salí apurado de la habitación, dejándola sola y desnuda.
Manejé violentamente hasta llegar al ovalo Mariátegui, desde donde justo en el medio, en un monumento elevado, está Mariátegui sentado en silla de ruedas. Tenía que verlo bien, tenía que estar seguro de lo que pensaba. Creía tener la respuesta. Creía saber exactamente lo que me olvidaba, lo que me faltaba en mi tesis. El motivo de su furia, y de sus amenazas. Y si... al llegar... confirmé todo.
En la estatua, o monumento, como gusten entenderlo. En una hermosa muestra escultórica de aparente metal, estaba Jose Carlos Mariátegui, el Amauta, el mejor pensador de todos los tiempos, sentado, postrado en su eterna silla de ruedas. Representado tan bien, mirando al Oeste, con la expresión tranquila, sus piernas tapadas con una manta y... justo en donde debía quedar su pierna derecha ¡la manta estaba en caída! ¡no había bulto! Y debajo de su manta, en donde debía estar sus dos pies ¡sólo había uno! Efectivamente, dicho monumento indicaba el detalle de que a Mariátegui le faltaba una pierna. Y yo no lo sabía. Siempre había pensado que fue solamente inválido. Nunca me percaté del hecho de que le llegaron a cortar uno de sus miembros.
Con la alegría más grande del mundo, regresé a mi moto. Y arranqué. Mientras conducía rápidamente de regreso pensaba que la solución estaba pronta. Aunque había cosas pendientes (como encontrar al ladrón de mis pares de medias), ya nada importaba tanto como el haber comprendido la furia del amauta. Pensaba que todo se solucionaría al llegar a casa y modificar mi tesis, añadiendo prontamente el hecho de que al hombre se le amputó una pierna.
Pero, como en las historias las cosas no son lo que parecen. Y ésta no se aleja de esa condición. Ya pueden imaginar lo que me sucedío: me accidenté.
Me atropellaron, mejor dicho. Un camión de arena (¿salido de dónde?, maldición), se había cruzado en mi camino. Y yo, concentrado en la gran respuesta y en llegar a casa lo más rápido posible no me percaté de manejar correctamente. Había terminado estrellando contra el inmenso vehículo. Y ahora estaba despertando... en la camilla del hospital.
La enfermera me contó del accidente. Y yo sólo le decía que me dejaran ir. Que necesitaba hacer algo importante. Que si ya estaba despierto y me sentía bien tenía que irme. Que dónde está mi ropa. Que mis medias son disparejas. Que si la ropa se rompió no importa, que me la den para irme... Que me pase las llaves de mi moto. Qué donde quedó mi casco y mi billetera...
― ¡Hay joven! ― dijo la enfermera― usted no podría irse ni caminando, mucho menos manejando esa tonta moto.
― ¿Qué dice? ¿espere... qué?
Levanté mi frazada, y noté con la peor de las sorpresas, que me habían amputado la pierna derecha.
Caí desmayado en ese mismo instante, y mientras dormía, sin respetar mi infortunio. Llegó la última de mis pesadillas. La última que recuerdo haber tenido. La última al menos, en donde el amauta de terno negro vino a verme. Sonriente y señalando la falta de mi pierna con su bastón, me dijo:
―"Ahora sí estamos parejos... Ahora ya puedes usar tus medias..."
Agosto, 2017